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Una cicatriz

Escrit el 06/06/2019 per Marta Vallejo a la categoria Una habitación libre.
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La calle estaba limpia y silenciosa bajo un cielo de tinta.
Nunca habríamos imaginado que podrían producirse acontecimientos extraordinarios en este lugar.

Harry Potter y la piedra filosofal

Los días que no nos colábamos en los equipos de fútbol de los niños, nos sentábamos en los bancos de la pista bajo la canasta de básquet a charlar de todo un poco y esperar que acabara la hora del patio. Durante una temporada nos intrigaron mucho el asma y los inhaladores, en otro momento le dimos vueltas a las colecciones de minerales.

Pero pronto se nos agotaban los temas y, cuando empezaba a aburrirse, Núria se miraba las manos con mucho detenimiento: se observaba las manos por el anverso y por el reverso, dedo a dedo. Y nos decía convencida “yo podría ser modelo de manos”. Nosotras no sabíamos si las modelos de manos existían, pero ella para convencernos nos mostraba su materia prima: dedos largos y bastante rectos con un callo de escribir a lápiz en el corazón, palmas estrechas y, sobretodo, una cicatriz que le surcaba un dedo en costura desde el nudillo hasta la yema, atravesada por los puntos como una vía de tren dibujada. Recuerdo el tacto de la cicatriz cuando nos dábamos la mano, le palpaba la tensión de la piel regenerándose a trompicones por encima de unas articulaciones que querían doblarse más de lo que la piel les permitía. Y pensaba en todas las cicatrices que yo no tenía y me impedían ser modelo.

Las mañanas de fin de semana empezaban con la toma al abordaje de la cama de mis padres. Primero como si de verdad quisiéramos dormir un ratito más junto a ellos y revelando a continuación nuestras verdaderas intenciones: jugar salvajemente a pelearnos como si fuéramos malos. Jugar a malos a cojinazo limpio, a pellizco puro, a cama deshecha. Después de la batalla, mi padre nos relajaba trazándonos con los dedos unos bigotes invisibles que se extendían por toda la cara, por las mejillas hasta la frente entre los ojos por la nariz sobre los labios por el mentón hacia las orejas, bigotes bigotes bigotes como cosquillas. Con la piel ya despierta y antes del desayuno, nos contábamos minuciosamente las pecas de la cara porque yo había escuchado en alguna parte que las caras bonitas tenían cinco pecas, ni más ni menos.

Casi siempre acabábamos pidiéndole a mi madre que nos dejara tocarle sus islas de piel estriada marca de las vacunas antiguas en el hombro. Ya no se hacen vacunas como las de antes, pensaba yo, envidiándole esas dos cicatrices como dos amapolas color de piel. Según mi madre todos los adultos las tenían, pero a mi padre sólo le recuerdo la marca pequeñita que le dejó en verano el cristal de una botella de cocacola, como un pez bordado en la piel.

Una de las características de los métodos de tortura es que se perfeccionan para causar el mayor daño dejando la menor marca posible. De manera que la única prueba de las torturas sufridas que tienen las víctimas son ellas mismas: su palabra, su memoria, su cuerpo. “En celdas aisladas, te llamaban a deshoras, continuamente. No te dejaban dormir. Te amenazaban haciendo ver con la pistola que te iban a disparar. Todo esto negro (se señala la barriga) de pegar así (se golpea repetidamente la barriga con la punta de los dedos) que te hace un dolor terrible. Bueno, aguantas, pero te causa un dolor terrible. Después, bueno, todo tipo de vejaciones, patadas, ruedas, el bueno y el malo… en fin, la escuela de la tortura.” [1]

Siempre he sabido que a mi padre le torturaron. Es un saber pequeño de palabras sin carne, apuntaladas con datos que repite minuciosamente cada vez que le preguntan. Sé que durante el estado de excepción del setenta pasó veintiún días detenido en los sótanos del 43 de Via Laietana. Sé que a pesar de su poca espectacularidad metodológica, la postura de la paloma (en cuclillas con las manos atadas detrás de las rodillas) produce un dolor tremendamente efectivo. Sé que se llamaba Genuino Navales García el jefe de sus torturadores y sé que tras sus días de gloria dictatorial como jefe de Brigada Político-Social fue democráticamente nombrado director de Protección Civil por el PSOE.

Fragmento del atril informativo instalado ante la Jefatura Superior de Policía por el Ayuntamiento de Barcelona en marzo de 2019.

Paco Etxebarría, antropólogo forense que dirigió el informe que acredita 4113 casos de tortura en Euskadi entre 1960 y 2014, dice que en las fosas comunes nunca hay sólo huesos, que la carne la ponen quienes recuerdan. Mi abuela todavía hoy dice que el número 43 de la Via Laietana “fa feredat”, mi madre, si puede, evita pasar por ahí y el Protocolo de Estambul para la prevención de la tortura dice:

“La tortura siempre conlleva, de forma explícita o implícita, una amenaza y ataque contra toda la comunidad y su sistema de valores. La tortura puede aterrorizar a la población entera, crear un ambiente dominante de amenaza, miedo crónico, terror e inhibición. Puede crear una ecología represiva, que es un estado de inseguridad generalizada, falta de confianza y ruptura del tejido social. La tortura puede tener efectos duraderos en la mayoría de las formas de comportamiento colectivo. El impacto de la tortura y la persecución también pueden transmitirse de manera intergeneracional.” [2]

A Harry Potter le dolía la cicatriz cada vez que estaba cerca del Innombrable. Yo no he sido modelo de manos, tengo menos de cinco pecas en la cara, las vacunas que me pincharon no dejan marcas y cada vez que bajo por la Via Laietana miro al edificio del 43 y pienso en mis padres. Hoy me he parado a leer el atril que hace unos meses instaló el Ayuntamiento delante de Jefatura con información acerca de la represión que ahí se ha perpetrado. Está rasgado con todas las cicatrices que no tiene mi padre y el gesto es tan elocuente y obstinado como las verdades que callamos.

En su ensayo Borderlands. La Frontera, Gloria Anzaldúa habla de las fronteras como heridas en el territorio. “Las fronteras se configuran para definir los lugares que son seguros e inseguros, para distinguirnos de ellos. Una frontera es una línea divisoria, una franja estrecha a lo largo de un borde pronunciado. Una zona fronteriza es un lugar vago e indeterminado creado por el residuo emocional de un límite antinatural”. En nuestras ciudades pobladas por fronteras andantes y por cicatrices vivientes que atestiguan los dolores de lo prohibido, hay que seguir nombrando y repolitizando las heridas. Porque la memoria herida abraza cicatrices [3] y la palabra hace comunidad y transmite las inteligencias que nos ayudan decirnos, a continuar el relato, a entender los por qués del picor en la cicatriz de los lugares.

 

“Llámalo Voldemort, Harry. Utiliza siempre el nombre correcto de las cosas. El miedo a un nombre aumenta el miedo a la cosa que se nombra” [4]


[1] Transcripción de una entrevista a Carles Vallejo Calderón para el proyecto Spanish Civil War Memory Project

[2] La evaluación psicológica de alegaciones de tortura. International rehabilitation council for torture victims.

[3] Cartel producido por la Imprenta colectiva de Can Batlló

[4] Harry Potter y la piedra filosofal, JK Rowling.


2 Respostes

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  1. maria says

    Excelente.Qué bien escrito está.Mejor imposible

  2. Lola says

    Terrible época la que vivió tu padre, tu madre, yo y tantos. A tu padre lo torturaron sin dejarle pruebas evidentes en el cuerpo, pero quedó marcado. A otros nos marcaron sin torturas. Yo todavía era estudiante, pero conocí el miedo represor, que te hace vulnerable. Como siempre Marta, impecable artículo.



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