Por Antonio Castilla Cerezo
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- Este artículo es parte del libro “La música y su reflejo en la sociedad”. Descarga en pdf y información para comprarlo, aquí
“En 2008, el año de lo gratis, Yahoo! lo hará mejor que Google y expandirá su mail gratuito vía web hasta el infinito. Más sellos musicales regalarán música como promoción de conciertos, siguiendo la distribución gratuita hecha por Prince de su álbum a través del diario británico Daily Mail en 2007 y la oferta de Radiohead de permitir que sus seguidores eligieran libremente su precio, cuando bajaban de la red su último álbum. Y más diarios publicarán gratis su contenido por Internet.
Todo esto marca una tendencia. Cuando el coste de atender a un cliente llega a cero, las compañías inteligentes no cobrarán nada. Hoy el lema que irrumpe es ‘Sea el primero en regalar lo que otros cobran’. Si se escucha a la tecnología, esto cobra sentido.”
Chris Anderson, “Free! Why $0.00 is the Future of Business”
Antes de entrar en materia, permitidme una brevísima autoreferencia, seguida de una reflexión no mucho más extensa: trabajo en el ámbito de la filosofía, y esta es una disciplina que, desde sus mismos orígenes (pensemos en Sócrates), se ha presentado a sí misma como la tendencia (y, en el mejor de los casos, la técnica o el arte) de encontrar problemas allí donde la mayoría de personas, incluso las muy inteligentes y preparadas en otros ámbitos, no son capaces de ver ninguno. Si esto es así, entenderéis en seguida por qué el tema del que hoy me propongo hablaros, el acceso gratuito a la cultura, constituye un objeto, mejor aún, un reto de lo más apetecible para alguien que quiere seguir practicando, en la medida en que tal cosa es posible todavía hoy, esa antigua y extraña manía de meterse en problemas.
1. ¿Plantea problemas el acceso gratuito a la cultura?
Los datos parecen incontrovertibles: cada vez más instituciones se inclinan por potenciar el acceso gratuito a la cultura, y cada vez es mayor el número de usuarios de este tipo de acceso. A este respecto, parece ser indiferente que la institución en cuestión sea pública o privada. Así, por ejemplo, durante la jornada de puertas abiertas que tuvo lugar la noche del 12 de diciembre de 2008 en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC) para celebrar el cuarto aniversario de su reapertura, se contabilizó un total de 2.205 visitantes, frente a los 854 registrados durante el día. Por su parte, Caixaforum, institución ligada a una gran corporación privada, se cuenta igualmente entre las entidades barcelonesas que atrae a un mayor número de público a propuestas culturales gratuitas.
La popularidad del acceso gratuito a la cultura ha llegado a tales niveles que se ha convertido incluso, en determinados casos, en una proclama política.
La popularidad del acceso gratuito a la cultura ha llegado a tales niveles que se ha convertido incluso, en determinados casos, en una proclama política. En efecto, a finales de febrero del 2008, la cabeza de lista de IU por Zaragoza, Patricia Luquín, tras declarar que la cultura es un elemento clave para el enriquecimiento personal y colectivo de los ciudadanos, recogió en su programa electoral la propuesta de un modelo por el cual todos los ciudadanos podrían acceder a la cultura de forma libre y gratuita. Dicho modelo, en palabras del coordinador de Izquierda Unida, Adolfo Barrena, se opondría a la “privatización y a la americanización de la cultura” y adoptaría como punto de partida la declaración realizada en 1982 por la Unesco, según la cual “la cultura da al hombre la capacidad de reflexionar sobre sí mismo, y es ella la que hace de nosotros seres específicamente racionales, críticos y éticamente comprometidos” (Muñoz, Carlos, “IU apuesta por el acceso gratuito a la cultura y el aumento de la inversión pública hasta el 1,5% del PIB”). A primera vista, pues, no cabe discusión alguna sobre este punto.
No obstante, desde determinados organismos se desarrolla desde hace años una batalla contra el acceso gratuito a la cultura en otro frente, el de la llamada piratería digital, que no ha dejado de suscitar una viva polémica. Así, en un texto difundido el 24 de abril del 2008 con motivo de la celebración del Día Mundial de la Propiedad Intelectual, el presidente de EGEDA (Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales), Enrique Cerezo, declaró que “el acceso gratuito a la cultura, sin respeto a los derechos de propiedad, atenta gravemente contra el modelo cultural, hipotecando su desarrollo, riqueza y diversidad”, y añade que el respeto a tales derechos “se halla reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos” (en https://www.cedro.org). Aunque personalmente no suscribo en absoluto esa opinión, pues me parece de sobras conocido que los productores culturales muy rara vez pueden vivir de los derechos de propiedad intelectual que su obra genera (los músicos, por ejemplo, obtienen la mayoría de sus beneficios a través de sus actuaciones en directo), la menciono para mostrar una nota discordante, y para añadir una más a continuación. Sucede que hay otra institución, la biblioteca pública, en la que se dan la mano estos dos derechos, el del acceso gratuito a la cultura y el de propiedad intelectual –que en principio pudieran parecer antagónicos, pero que se encuentran recogidos en la Constitución Española, en los artículos 44.1 y 33, respectivamente.
Esta situación ha generado, durante los últimos meses del año 2008, una discusión en torno a la necesidad de suprimir la gratuidad del préstamo en el panorama bibliotecario español, que se ha canalizado a través de foros y de listas de distribución profesionales (vease “Préstamo bibliotecario y derechos de autor”). En las páginas que siguen, no intentaré resolver estos debates, que exceden con mucho las pretensiones de un texto como este, sino plantear otro tipo de problemas, quizá no tan conocidos, pero igualmente vinculados al acceso gratuito a la cultura, en particular cuando este es patrocinado por entidades privadas.
2. El término cultura gratis
Tal vez lo más adecuado, a la hora de revisar los problemas asociados a la noción de cultura gratis, sería comenzar recordando un puñado de obviedades que, quizá por el hecho de serlo, corren el riesgo de pasar desapercibidas. Si optáramos por tal procedimiento, es muy probable que la primera de ellas fuera la siguiente: todos hemos sido alguna vez (y muchos de nosotros lo somos incluso con frecuencia) usuarios del acceso gratuito a la cultura. No se trata, pues, al revisar estos problemas, de juzgar negativamente las principales consecuencias de este tipo de acceso, sino de interrogarnos acerca de si es posible cuestionar en algún punto el entusiasmo casi unánime que por lo visto genera. Ante todo, cabe preguntarse ¿por qué la expresión cultura gratis suscita tal entusiasmo generalizado? Y es entonces cuando llegamos a la segunda obviedad de nuestra lista: sin duda, porque dicha expresión vincula dos palabras que, ya por separado, acostumbran a tener connotaciones positivas. Para ocuparnos de los problemas que dicho entusiasmo impide plantear será conveniente, pues, tratar estos dos términos por separado.
¿por qué la expresión cultura gratis suscita tal entusiasmo generalizado? Y es entonces cuando llegamos a la segunda obviedad de nuestra lista: sin duda, porque dicha expresión vincula dos palabras que, ya por separado, acostumbran a tener connotaciones positivas.
Examinemos, en primer lugar, lo que ocurre con la palabra cultura. Se trata de uno de los términos más difíciles de definir en cualquier lengua moderna, lo que procede, por un lado, del hecho de que tiene numerosas acepciones (hablamos de la cultura propia de un país o de un territorio determinado para referirnos a algo así como sus “usos y costumbres”, del bagaje cultural de una persona para aludir a la suma de conocimientos –sobre todo de carácter artístico-literario– que atesora, de la “cultura occidental” por contraste, por ejemplo, con la “cultura oriental” o la “cultura africana”, etc., en referencia a una suerte de mezcla confusa de los dos significados precedentes del término) y, por el otro, de que si adoptamos algunas de tales acepciones (en particular, la que define la cultura como aquello que resulta de la actividad propia del ser humano) no parece claro que haya nada que quede por principio excluido del ámbito de la cultura. Sin embargo, esta dificultad no nos lleva necesariamente a renunciar a la búsqueda de la definición de dicho término, sino tan solo a reparar en que la determinación de en qué consista la cultura no es algo que pueda hacerse de una vez por todas, sino que, por el contrario, esta es objeto de una redefinición continua. Desde esta perspectiva, la cultura no se nos presenta ya tan solo como un conjunto de objetos (los “productos culturales”) más o menos bien delimitado, sino como un campo de batalla en el que tiene lugar una lucha por la determinación de en qué consiste la cultura misma. Pues bien, me parece que los problemas vinculados a la expresión cultura gratis deben inscribirse en el seno de esta lucha, o mejor, en un momento muy específico de esta, y relativamente reciente además.
¿Qué sucede, entre tanto, con la palabra gratis en la medida en que forma parte de dicha expresión? Parece claro, en este caso, que lo que queremos decir por medio de esta tiene que ver ante todo con el “acceso gratuito (del consumidor) a los productos culturales”. Esto explicaría que los problemas relacionados con dicho tipo de acceso a la cultura no se hayan planteado en una etapa cualquiera del capitalismo, sino en un momento muy determinado de su desarrollo. Pues bien, ¿cuáles son las etapas fundamentales que cabe diferenciar en la evolución de dicha forma de organización económica? Existen, desde luego, un gran número de respuestas posibles para esta pregunta, de las cuales aquí, a fin de no extenderme en exceso, tan solo consideraré dos.
3. Las etapas del capitalismo y su repercusión en el mundo del arte
Jeremy Rifkin sostiene, al comienzo de la segunda parte de su obra titulada La era del acceso. La revolución de la nueva economía, que el capitalismo ha adoptado hasta la fecha dos formas, la primera de las cuales (a la que llama, siguiendo la denominación de Arnold Toynbee, era industrial) tendría su origen a finales del siglo xviii o principios del xix, y operaría convirtiendo los recursos físicos en bienes de propiedad, en tanto que la segunda (para la que acuña el término era del acceso) se habría ido forjando durante gran parte del siglo xx y consistiría en la tendencia creciente (e incluso, según este autor, hoy por hoy predominante en muchos ámbitos) “a transformar los recursos culturales en experiencias personales y entretenimiento de pago”. Frente a la propiedad, añade Rifkin, sería el acceso el que cobraría cada vez mayor importancia en la estructuración actual de la vida económica, lo que guarda relación con el hecho de que nuestras vidas estén cada vez más mediatizadas por los nuevos canales digitales de comunicación entre seres humanos. Esta división en dos fases plantea, sin embargo, el siguiente problema: si el acceso al que Rifkin se refiere es necesariamente de pago, ¿no serán entonces sus usuarios, tras haberlo pagado, propietarios de dicho acceso, con lo que no habríamos salido verdaderamente del paradigma de la propiedad (y, por lo tanto, de la “era industrial”), sino inventado una variante peculiar de este?
Es para solventar esta dificultad que prefiero adoptar otra división, esta vez en tres etapas, de la trayectoria histórica del capitalismo. Anne Cauquelin, en su libro L’art contemporain, habla de estas tres etapas y del modo en que han condicionado un dominio, el del arte, que casi con toda seguridad es el que de manera más inmediata solemos identificar con el término cultura. En sus orígenes, el capitalismo había sido un régimen industrial cuyo objetivo primordial consistiría en la satisfacción de las necesidades básicas de los seres humanos. Con vistas a alcanzar este fin, dicha organización habría privilegiado la producción (lo que comporta la tendencia a elaborar productos de la mayor calidad posible) y habría dedicado la mayor parte de sus energías a favorecer la creación de nuevos mercados. Esta fórmula económica, sin embargo, no podía durar indefinidamente por cuanto, una vez satisfechas esas necesidades básicas por medio de productos de alta calidad (algo que, en muchos casos, comporta que tales productos funcionen durante largo tiempo y no necesiten, por tanto, ser sustituidos por otros durante ese lapso), el sistema de producción corre el riesgo de bloquearse, al resultarle cada vez más difícil encontrar compradores para las mercancías que sigue produciendo.
A fin de exorcizar ese peligro, el régimen industrial clásico se habría transformado en un régimen de puro consumo, en el que se entiende que “la simple ley de la oferta y de la demanda en función de las ‘necesidades’ ya no es válida: hay que excitar la demanda, excitar el acontecimiento, provocarlo”, el incremento del consumo es el elemento decisivo para relanzar la producción y, consiguientemente, que la renovación de los mercados es mucho más importante que la creación de estos, por un lado, y que la novedad de los productos (el hecho de que estén “de moda”, esto es, de que formen parte de la última “ola” de la producción relanzada por el consumo que le precedió inmediatamente) es más decisiva que su funcionalidad o la calidad de su elaboración, por otro.
pone el énfasis en la integración a nivel mundial de los mercados (y no tanto en su creación o en su renovación) y en la proliferación de necesidades, no ya superfluas –es decir, efímeras–, sino directamente fugaces
Ahora bien, si el primer mecanismo para la renovación del mercado es la moda, a este le sigue (y, en ocasiones, incluso le supera) en importancia en el régimen económico de puro consumo la llamada disfuncionalidad artificial o vicio de construcción voluntaria, que consiste en la fabricación consciente y planificada de productos de una calidad deficiente con vistas a la renovación de, al menos, una parte del mercado. Esta práctica, como nos recuerda Jean Baudrillard, fue someramente descrita por Brook Stevens en los siguientes términos: “Todo el mundo sabe que acortamos voluntariamente la duración de lo que sale de nuestras fábricas, y que esta política es la base misma de nuestra economía”.
Pareciera, no obstante, que hemos llegado aquí de nuevo a una contradicción. Y es que, retornando a nuestro tema de partida, cabe preguntar lo siguiente: ¿cómo es posible que ciertas entidades (las grandes corporaciones internacionales) íntimamente vinculadas a una configuración social cuyo objetivo último es hacernos consumir –y, por lo tanto, gastar–nos ofrezcan la posibilidad de acceder gratuitamente a los productos culturales? Para contestar a este nuevo interrogante, me parece conveniente regresar al texto de Cauquelin. Según dicha autora, del mismo modo que la era industrial desembocó en la sociedad de consumo, esta no podía sino derivar, al cabo de cierto tiempo, en una nueva configuración económica y social que se caracterizaría por privilegiar, no ya la producción o el consumo, sino la tercera instancia fundamental de la economía clásica, es decir, la distribución. Con este último término no me refiero aquí únicamente a la traslación física de los productos con vistas a su adquisición por parte del consumidor, sino también, y sobre todo, al sistema de la publicidad, o sea, a la distribución “virtual” de ciertas informaciones (con independencia de que estas sean verdaderas o falsas) relacionadas con los productos que tienen por objeto relanzar su consumo.
Esta tercera instancia es la que privilegia la economía actual, de la que procede no tanto una sociedad de consumo como una “sociedad de la información”, que consiguientemente pone el énfasis en la integración a nivel mundial de los mercados (y no tanto en su creación o en su renovación) y en la proliferación de necesidades, no ya superfluas –es decir, efímeras–, sino directamente fugaces (es así como las “tendencias” tienden a ocupar, en el mundo de hoy, el espacio que llenaban las “modas” en la sociedad de consumo y los –ismos en la sociedad industrial). Pues bien, este privilegio concedido al distribuidor encargado de reactivar la demanda –la cual, a su vez, habrá de relanzar la producción– se manifiesta, según Cauquelin, de manera particular en el dominio de la cultura, esto es, de los bienes “simbólicos”, porque en estos, dado que no constituyen necesidades vitales, sino simples signos de una adecuación a la lógica del consumo, es el intermediario quien instituye la regla.
4. El precio de la cultura gratis
a) La imagen corporativa
Volvamos, sin embargo, por unos instantes a la pregunta que planteamos en las primeras líneas del párrafo anterior, y que reformularemos ahora del siguiente modo: ¿qué beneficio obtienen las grandes corporaciones proporcionando acceso libre a la cultura para un número cada vez mayor de potenciales consumidores? Dicho beneficio no puede ser directamente económico, pero debe serlo en último término (pues eso es lo que persiguen sin excepción tales corporaciones); así pues, la obtención del beneficio económico adopta aquí la forma de un rodeo, a lo largo del cual el beneficio en cuestión presenta una apariencia no manifiestamente económica. ¿Qué forma es esta? Para decirlo brevemente, la inversión en acceso gratuito a la cultura por parte de las grandes empresas mejora su imagen, esto es, les confiere cierta legitimidad. Además, les permite intervenir en la definición del rumbo que han de adoptar en lo sucesivo las corrientes culturales (lo que constituye el “aspecto conservador” de todo mecenazgo).
b) La reducción de la vida social y política a la actividad económica
Pero la mejora de la propia imagen corporativa y la adquisición de una influencia cada vez mayor en la redefinición del término cultura (con todas las consecuencias que esto último tiene para la práctica de la producción, la distribución y el consumo de los bienes culturales) no son los únicos beneficios que las grandes corporaciones obtienen gracias a la promoción del acceso gratuito a la cultura. En virtud de dicha estrategia se consolida, además, cierto vínculo entre la producción cultural y el libre comercio, que descansaría sobre la idea de que tales prácticas deben poder ejercerse libremente, es decir, al margen de toda intervención del Estado.[1] De este modo, se tiende a tratar como sinónimos dos palabras (gratis y libre) que en principio no lo son (tendencia que, en la lengua inglesa, viene reforzada por el hecho de que ambas se dicen por medio de un único vocablo, free).
Ahora bien, si se acepta esta premisa, la lucha por la libertad se entenderá de una manera sumamente restrictiva, esto es, como la apología de una determinada configuración económica, algo que no solo no es obvio, sino que comporta nada menos que una ideología: el economicismo (en este caso, de signo liberal). Con ello, no solo se empobrece brutalmente el sentido que para nosotros pueda tener la palabra libertad, sino que se ofrece una imagen muy concreta de la sociedad, e incluso de la misma naturaleza humana, cuyos orígenes se remontan, según Karl Polanyi, como mínimo hasta el siglo xix.
“Los pensadores del siglo xix suponían que el hombre, en su actividad económica, buscaba el beneficio, que su propensión materialista lo empujaba a optar por el menor esfuerzo y a esperar una remuneración por su trabajo, en suma, que en su actividad económica el hombre debía tender a adaptarse a lo que ellos describían como una racionalidad económica, y que los comportamientos contrarios a esta racionalidad provenían de una intervención exterior. De aquí se deducía que los mercados eran instituciones naturales, susceptibles de surgir espontáneamente con tal de que se dejase libertad de acción a los hombres. Nada, por tanto, más normal que un sistema económico constituido por mercados gobernados únicamente por los precios, y una sociedad humana fundada en ellos que aparecía como el objetivo del progreso. Lo importante no era tanto si esta sociedad era o no deseable desde el punto de vista moral, cuanto si era realizable en la práctica por considerar que estaba fundada en características inherentes al género humano.”
c) El carácter “milagroso” de la publicidad
El empobrecimiento de nuestra concepción de la vida social y política no es, sin embargo, el único precio que asoma por el horizonte de la cultura gratuita. En la segunda sección de su libro Imagine… no copyright, Joost Smiers y Marieke van Schijndel revisan varios planteamientos que suponen algún tipo de objeción al copyright como herramienta de dominio social. Tras mostrarnos que dichas alternativas no son precisamente milagrosas ni en el ámbito digital ni en el no digital, estos autores examinan un caso, el de la industria musical, en el que se ha revelado más claramente que en ningún otro que el uso creciente por parte de los consumidores del acceso gratuito a los productos culturales constituye un hecho que no puede obviarse. Una vez aceptada esta realidad, las grandes corporaciones musicales parecen haber razonado del siguiente modo: si una cantidad suficiente de consumidores se apunta al juego, la amortización será todavía posible, si bien a costa de depositar todas nuestras esperanzas en la publicidad. Así pues, por recurso a los anuncios, el acceso gratuito a la cultura se convertiría en la nueva forma de lucro para tales empresas.
El empobrecimiento de nuestra concepción de la vida social y política no es, sin embargo, el único precio que asoma por el horizonte de la cultura gratuita.
Conferir este carácter “milagroso” a la publicidad comporta, sin embargo, cierto número de riesgos, el más notable de los cuales quizá sea el hecho de que esta puede convertirse, a partir de cierto grado de hostigamiento, en molesta. Como señalan los autores mencionados: “No se puede saber a ciencia cierta hasta qué punto está dispuesto a soportar el público, ni en qué momento buscará otros sitios que no lo fastidien con tantos anuncios. De ahí que este modelo de negocio implique unos riesgos considerables, no solo para las propias empresas sino también –debido a lo mucho que hay en juego en la industria cultural– para la economía global”.
d) El “marketing híbrido”
De la conjunción de los dos últimos costes mencionados (la reducción de la vida social y política a la actividad económica y a las ideas asociadas con ella, de un lado, y la confianza ciega en la publicidad como “tabla de salvamento” del mercado, de otro) se siguen a su vez otros muchos, el más notable de los cuales acaso sea el que incluso el Estado, una de cuyas funciones principales consiste en garantizar la subsistencia de los modos de producción cultural no directamente ligados al beneficio económico, renuncia de manera creciente a esta tarea. Las instituciones estatales tienden, a partir de entonces, a mimetizar el funcionamiento de las grandes empresas privadas y a conceder, por consiguiente, un papel cada vez más decisivo a la publicidad (que no, como en otro tiempo, a la propaganda, donde el componente ideológico es explícito) sin desprenderse, no obstante, de cierta corrección política que no se halla necesariamente en los anuncios de las corporaciones internacionales. El resultado de todo ello es una suerte de “marketing híbrido” que, como ha señalado Marc Fumaroli, “participa, al mismo tiempo, de la jerga de una propaganda oficial y de la tartufería publicitaria del gran comercio”.
Reducción de la política y la sociedad a la economía, confianza ciega en la publicidad y “marketing híbrido” por parte de las instituciones estatales son, pues, algunas de las principales consecuencias no evidentes ni necesariamente deseables que puede comportar la cultura gratuita. Se trata, como ya he anticipado, solo de la superficie de un vastísimo dominio de problemas, cuyo análisis detallado desbordaría ampliamente la extensión y las ambiciones de un texto como este. Con todo, si gracias a estas pocas líneas el lector ha entrevisto cierto número de interrogantes allí donde no parecía haber lugar más que para la calma y el consenso, me daré por ampliamente satisfecho.
[1] Como nos recuerda Richard Bolton en su artículo “Enlightened Self-Interest: The Avant-Garde in the 1980’s”, citado en Smiers, Joost, Un mundo sin Copyright. Artes y medios en la globalización, Barcelona, Gedisa, 2006, páginas 79-80; esta posición fue expuesta claramente por William Blount, de la BCA, en una conferencia llamada “Las artes y los negocios, socios para la libertad”.
Referències bibliogràfiques:
MUÑOZ, Carlos, “IU apuesta por el acceso gratuito a la cultura y el aumento de la inversión pública hasta el 1,5% del PIB”, a https://www.aragondigital.es/asp/noticia.asp?notid=43224
https://www.cedro.org/vLeerNoticia2.asp?Ide=1986.
“Préstamo bibliotecario y derechos de autor”, a https://www.abysnet.com/tema/tema32.html.
RIFKIN, Jeremy, La era del acceso. La revolución de la nueva economía, Barcelona, Paidós, 2000. p. 187.
CAUQUELIN, Anne, L’art contemporain, París, Presses Universitaires de France, 7a edició, 2002. p. 18. La traducción de las citas de esta obra que incluyo en el presente artículo es mía.
BAUDRILLARD, Jean, El sistema de los objetos, Madrid, Siglo XXI, 13a edició, 1994. p. 165.
POLANYI, Karl, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Madrid, Endymion-Ediciones de La Piqueta, 1989, p. 390.
SMIERS, Joost, VAN SCHIJNDEL, Marieke, Imagine… no copyright, Barcelona, Gedisa, 2008, p. 126.
FUMAROLI, Marc, El Estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna, Barcelona, Acantilado, 2007, p. 13.
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