Traducción al castellano del original Jo vull viure aquí
Hace días que tengo en la cabeza esa frase, como motivo para escribir la próxima columna de “El sol ho encén tot”, la que ahora mismo, sentada en el suelo de un aeropuerto del que hace dos días que debería haber salido, me dispongo a empezar.
Con esta frase terminaba una carta anónima que el 25 de septiembre publicó la web Bookcamping. Una chica madrileña explicaba porque ese día acudiría a la convocatoria “Rodea el congreso”. “Haber llegado hasta aquí, con 28 años, pensando que la dignidad de lo que venga pasa en parte por participar de la posibilidad de pensarlo, de hacerlo, de robarlo, de forzar que ocurra y si tal, hablar en esos términos con cualquier turista de Montana, con cualquierx conocidx de madriz, con mis padres, con mis vecinxs, en términos de lo que sí se puede por lo menos hablar. Yo voy el 25S porque en el diferencial imperceptible de la frase sí se puede y la frase es imposible lo que está en juego es mi capacidad de vivir aquí. Y yo quiero vivir aquí.”
Su “aquí” me pareció brillante, poderoso. Era una palabra pequeña para un desafío muy grande. En primer lugar, un desafío frente al discurso derrotista que nos repite cada día que en este país o en este pedazo de mundo, le llamemos cómo le llamemos, no se puede vivir; que sólo se puede desear marchar, escapar cuanto antes mejor, y que quien todavía ronde por aquí es o bien porque está ligado o bien porque no ha tenido posibilidades mejores. En segundo lugar, por tanto, esta frase desafiaba también los valores que definen qué debe ser una vida deseable: trabajo, crédito, productividad, crecimiento económico… Según estos parámetros, hoy sería más deseable vivir en Singapour o Copenague que en Barcelona o Madrid. ¿Lo es? Quizás sí. Pero ¿y si no? Y aún más: llamar “aquí” y no Madrid, España o lo que sea, desarticulaba el mapa de las identidades y las filiaciones que en los últimos tiempos vuelve a imponer su triste y excluyente lógica. Finalmente, este “aquí” era la declaración de un compromiso: la vida se quiere vivir donde hay un lugar común, un “aquí” para abrir y compartir; que vivir no es otra cosa que hacer habitable un “aquí”, entre lo posible y lo imposible. ¿Cuál es tu “aquí”?, Podríamos preguntar, como en otras ocasiones habíamos preguntado “¿cuál es tu guerra?”, O “¿cuál es tu huelga”? Preguntas con que reinventar los mapas, redefinir los enemigos y abrir la mano a los amigos.
Su “aquí” me pareció brillante, poderoso.
De hecho, esta frase, con todo el párrafo que le acompaña, me parecía tan poderosa que tenía previsto terminar la conferencia que a estas alturas, mientras aún estoy sentada en el suelo de este aeropuerto, debería estar dando en una ciudad muy lejos de aquí. La quería presentar como una declaración de guerra a la guerra, como una afirmación desde donde alzarnos contra la experiencia general de la destrucción que se ha apoderado de nuestros tiempos. Pero hace más de 48 horas que “la crisis”, en su sentido más evidente, ha interrumpido mis planes. El avión que me tenía que llevar océano allá, en donde dicen que la gente es emergente y feliz, se ha estropeado y no hay otro. Los recursos limitados de la compañía portuguesa de aviación, TAP, me ha dejado tirada a medio camino entre Barcelona y Brasil, donde debería estar pronunciando estas maravillosas y combativas palabras.
En estas 48 horas, pasadas entre mostradores de atención al cliente, pasillos de aeropuerto, salas de espera, centros comerciales y hoteles de carretera, empiezo a dudar de si quiero vivir aquí, de si realmente se puede seguir viviendo aquí. Un aeropuerto condensa la verdad de nuestra sociedad: la humanidad moviéndose cada vez más rápidamente, cada uno con su destino particular del que otros nada saben, y todos capturados por un sistema hecho de horarios, normas, señalizaciones, fumigaciones, alimentación precintada… Un sistema orientado a la funcionalidad y a la seguridad que en cada momento está a punto de colapsar y dejarnos abandonados. ¿No es ésta la situación actual de la crisis? El colapso de un sistema que a la hora nos captura y nos abandona.
Un sistema orientado a la funcionalidad y a la seguridad que en cada momento está a punto de colapsar y dejarnos abandonados. ¿No es ésta la situación actual de la crisis?
En este sistema, el intervalo entre el “sí se puede” y el “es imposible” está en manos de una arbitrariedad normativizada bajo la cual sólo se puede circular entre el maltrato y la docilidad. En un aeropuerto se hace evidente que todos aplicamos un mismo cálculo: para llegar donde quiero ir, es necesario que haga todo lo que se me ordena, hasta el nivel más vergonzoso de la humillación. Así vivimos, haciendo de la libertad individual la farsa que esconde la obediencia.
Hey, gente, vayámonos de aquí. Vaciemos los lugares. Dejemos de alimentar la racionalidad voraz de la cinta transportadora. El sistema ya nos ha dejado tirados. Ahora es el momento de interrumpir la farsa que nos hace ser quienes somos y que nos preguntamos dónde deseamos ir y con quién. ¿Cuál es tu “aquí”? El mío, por ahora, sólo puede ser un no-aquí, un contra-aquí, un más-allá-aquí.
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