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Tiempo, música, tiempo

Escrit el 18/06/2021 per Adriano Galante a la categoria ARTICLES.
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¿Cuántos años se puede tocar la misma canción? ¿Cómo envejece un disco? ¿Cuánto tiempo se necesita para apreciar una música que no te gusta? ¿Y para lo contrario? ¿Por qué tienden a parecer antiguas las bandas que no generan contenido? Y las que casi no usan internet, ¿cómo forman parte del presente? ¿Y las que dejan de publicar discos o las que paran de tocar en directo? ¿Por qué termina una gira para que pueda empezar otra? ¿Podría un solo concierto durar un año entero? ¿Cómo sería? ¿Cuánto durarían los aplausos? ¿A qué sonaría una música que se grabara durante toda una vida?

Les artistes no hacemos obra. Inventamos prácticas, Silvio Lang

Casi toda la música es relevante. Toda música merece la oportunidad de ser escuchada al menos una, dos o más veces si la primera no supo llegar, la segunda pasaba por ahí o los oídos no estaban preparados. Porque en toda música hay al menos una persona que ha puesto el cuerpo detrás, que ha dedicado una parte de su vida a hacer posible esa música, y porque toda música va ligada a un número infinito de otras personas con pleno derecho a escucharla, disfrutarla, compartirla, discutirla, negarla… Pero sobre todo porque es de mala educación quitarle la cara a un saludo, y toda música comienza como algo tan simple como un saludo, como un encuentro entre personas que se conocen o no. Si la conversación posterior no funciona, ya se sabe: cada quién sabrá qué hacer con ello. En cualquiera de los casos, conocerse siempre supone tiempo de escucha, de diálogo y de entendimiento. Ahora bien: si quisiéramos conocer a todas las personas del planeta dedicando al menos unos minutos de atención a cada una de ellas, ¿tendríamos tiempo suficiente?

En 2021, dicen que un disco cualquiera permanece como nuevo en el imaginario de la mayoría de la gente entre 6 y 24 horas aproximadamente, dependiendo de las coordenadas del dispositivo de quién esté mirando y/o escuchando. Con fortuna y gloria, que decía Indiana Jones en ‘El templo maldito’, tal vez esa permanencia se alarga dos días, una semana o incluso unos meses, un año, dos o, con suerte, dinero, contactos y trabajo, más. Un día se dice que los álbumes han muerto, que es la era de los singles. Una semana después, alguien saca un buen disco y se proclama lo contrario. A los pocos meses, la tendencia al alza es sacar tres o cuatro discos por año. Durante ese tiempo, más o menos cada 48 horas solo se habla de un grupo que se separó hace treinta años y cada 72, de aquel que se ha reunido después de dos lustros de parón. Simultáneamente, que si “las bandas no duran más de cuatro años si no triunfan”, que si “a partir de los veintisiete se muere artísticamente” o que si “todo ya se ha hecho antes de que tú nacieras”.

Mientras tanto, la centrifugadora no para de acelerar desde que te levantas hasta que te duermes: mira esto, lee aquello, escucha aquí, comparte allá… ¡Más rápido, más rápido! ¡Ahora puedes escuchar los mensajes de audio a doble velocidad y mirar un segundo y medio de cada story mientras pones la playlist de “Summer Vibes” con la sexta temporada de aquella serie de fondo! En un momento tan particular como este, con infinidad de realidades musicales teniendo lugar simultáneamente en todas partes, generalizar a la ligera sobre algo tan rico, variado y complejo como la música no es más que obviar que existen multitud de formas de hacer música, que no hay dos maneras iguales de escucharla y que las tendencias no sirven, al fin y al cabo, para nada más que para perpetuar la existencia de una clase dominante por encima del resto. Una clase que lo primero que aprende a dominar es nuestro tiempo.

Si pudiéramos ampliar el mapa y tener una vista aérea de lo que ocurre en internet con la música hoy en día a tiempo real, observaríamos un inmenso océano de icebergs a la deriva en cuya superficie se vislumbra una aglomeración de productos de oferta, de material gratuito hecho de residuos y algunas joyas que relucen de manera intermitente, según cómo se pone el sol, o más bien según cómo deciden quienes se ocupan de mover el sol y como dicta su idea del tiempo. Un archipiélago acelerado de territorios flotantes en constante transformación donde cada quien corre a clavar su bandera a golpe de algoritmo en cuanto alcanza la superficie sin preocuparle lo más mínimo lo que le rodea, qué había ahí antes, quién le sacará de en medio y cuándo, la hora que es o de qué lado pega el viento por las noches. ¿Pero qué veríamos si pudiéramos darle la vuelta a ese mapa? O mejor todavía: ¿cómo darle la vuelta a ese mapa para conocer todo lo que contiene? ¿Cómo entender mejor lo que pasa en los bajos de los icebergs, en el agua misma y en las profundidades de ese océano? ¿Cómo ser capaces de construir relaciones entre las personas que no formamos parte de la superficie para extender vínculos en las zonas sumergidas? Y sobre todo, ¿cómo equilibrar lo que sucede a lo largo y ancho del mapa para hacerlo más habitable? Pero también: ¿Cómo dejar de depender de la superficie? ¿Imaginando nuevas formas de manejar el tiempo? ¿Dinamitando las coordenadas de los ritmos impuestos? ¿Levantando diferentes vías de resistencia colectiva?

Fecha de caducidad

Hace unos meses, en las Jornadas BAM Cultura Viva — Comunizar la música, me preguntaron sobre formas de hacer y escuchar música. Reflexionando sobre el trabajo en común que hemos ido levantando con Seward a lo largo de la última década, diría que llegué a algo así como a una conclusión que pude compartir durante la primera parte de la jornada. Cuestionar la forma de hacer canciones, de tocarlas, la manera en la que planteamos un escenario, una gira o un espectáculo, el cómo nos comportamos en él, qué hacen nuestros cuerpos para con el sonido, cómo se expresan a través de él y qué herramientas ponemos a disposición del encuentro, así como cuestionar los canales de distribución, las condiciones materiales, el uso de internet, la presencia digital o los métodos de grabación, edición o producción no son más que una serie de interrogantes que hemos ido dibujando intuitivamente para poner en duda cómo entendemos y gestionamos los tiempos —de escucha, de creación, de trabajo— de la música. Preguntas, dilemas, errores y aciertos que nos han ayudado de alguna manera a continuar nuestro camino.

Hay canciones de Seward que escribí en 2007 que se estrenaron en directo en 2010, se grabaron con banda en 2012, se descartaron en un principio para acabar publicándose en 2015 en España para volverse a editar como nuevas en Europa en 2016. Canciones que tocamos todavía y que siguen sintiéndose nuevas cada vez que nos encontramos en un escenario, más cuando el público no nos conoce o visitamos una ciudad por primera vez y no tanto cuando la gente las reconoce o las tararea. Definir los ciclos de existencia de la música como periodos de duración limitada niega de alguna forma la infinidad de posibilidades que tiene la música en el presente.

En 2010, el grupo Oneida tocó durante diez horas seguidas en el ATP, provocando que diferentes músicos del festival participaran en el concierto durante toda la noche, algo impensable en un set clásico de 45 o 60 minutos. La pieza ‘Organ²/ASLSP (As Slow as Possible)’ de John Cage comenzó a interpretarse en 2001 y está programada para durar 639 años. ¿Cuánta gente podrá escucharla de aquí a entonces? La música convive con las personas de diversas formas, se adapta incluso más que la vida misma a veces, pero tampoco se trata de batir récords como el del percusionista Kuzhalmannam Ramakrishnan, que en 2009 tocó durante 501 horas seguidas.

No es necesario poner la música por delante de la vida. Una vez se tiene una vida, la música siempre estará ahí, disponible. Una persona que escribe, por ejemplo, suele hacerlo mejor cuanto más tiempo ha podido dedicarse a fondo a leer, a escribir, y, de alguna manera, a vivir con dedicación cada momento. Lo mismo pasa con la mayoría de instrumentos musicales. La voz, por ejemplo, suele adquirir más cuerpos, matices y cualidades con el paso de los años, como las de Mercedes Sosa, Caetano Veloso, Nina Simone o Enrique Morente, por mencionar algunas de las más recorridas. Las canciones, por su parte, requieren también de franjas temporales de composición, grabación o ejecución distintas entre sí, pero sobre todo de escucha. Cuando se compone una canción, de alguna forma se reconstruye un tiempo particular que mezcla presente, pasado y futuro. Por ello, las canciones no tienen fecha de caducidad. La única música que puede caducar es la que se pensó y se hizo con la intención de caducar.

El verano pasado, mi querido Javier Gallego se encontraba aislado de internet en un pueblo. El único disco que tenía a mano era el último de Seward, ‘We Prefer To’. Según cuenta, el tiempo de escucha que pudo invertir en la música le ayudó tanto a concentrarse en su trabajo como a descubrir todo lo que no había podido del álbum. “De verdad que es un disco para quedarse a vivir”, decía. “Lástima que ahora nadie tenga tiempo para habitar los discos. Hay discos minuciosos, muy sofisticados, con muchísimas capas, demasiado exigentes para la mayoría de oyentes hoy, son un desafío. Como el vuestro, van a contracorriente porque no son evidentes, ni fáciles, ni inmediatos”.

Las decisiones que se toman en el estudio a la hora de planificar el registro sonoro de un disco son, sobre todo, decisiones de escucha en relación al futuro, a cómo sonará el disco, dónde se escuchará, en qué formatos, para quién, etc. En nuestro caso, prima la experiencia de tocar en directo sobre lo demás, el presente. Una vez se ha capturado lo que sucede cuando tocamos juntos, las decisiones en cuanto a cómo se escuchará el disco ya se han ido insinuando sobre la marcha, desde los primeros ensayos hasta la colocación de los micrófonos, pasando por la memoria compartida de las canciones, el lugar donde se tocan, su recorrido, etc. En numerosas ocasiones, esta incidencia del presente en una grabación puede incluso jugar en contra del entendimiento de quien escucha, que a menudo necesitará desplegar una apertura temporal distinta a la que requieren otros discos, incluso de una segunda o tercera oportunidad en la que poner a disposición el cuerpo al tiempo presente que se está transmitiendo a través del sonido para poder conectarse plenamente con lo que está pasando. De ahí que la reproducción de ciertas músicas sea perfectamente amable en cualquier tipo de ambiente y que otras, sin embargo, sean delicadas de compartir según cuándo, cómo y dónde. Los hábitos de escucha afectan a las formas de la música porque somos oyentes antes que músicos, y el sonido y la escucha, que son parte fundamental de la vida, influyen en todas las formas de pensar, sentir y hacer música.

En la actualidad, parece que las introducciones y las estrofas de las canciones están empezando a ser más importantes que los estribillos por su capacidad de atracción instantánea en playlists —pagadas o no—, sugerencias del algoritmo —aleatorias o no—, etc. De la misma forma, se han hecho mucho más que habituales los podcasts, que requieren de un tipo de atención específica más acorde con el ritmo de la vida, una inversión de tiempo que contradice la supuesta velocidad con la que nos hemos acostumbrado a saltar de una canción a otra cuando escuchamos música. ¿Qué tipo de educación habremos recibido como para no poder reconocer la sensación de estar escuchando a alguien que nos está hablando cuando escuchamos a alguien hacer música?

Algo similar viene ocurriendo con el cine en los últimos años: lo larga que parece una película de 90 minutos y lo corta que se hace una serie de ocho temporadas con doce capítulos de 45 minutos por temporada. Algunos medios digitales indican el tiempo estimado de lectura de ciertos artículos para que nadie se asuste y sale a otra página, como si todo el mundo tuviera la misma capacidad lectora, la misma prisa, interés o ganas. Estos cambios de paradigma, además, no solo afectan a la forma de escribir, tocar y producir canciones, sino que también definen las agendas, los ritmos y las exigencias de la propia industria musical aumentando la complejidad del manejo de los tiempos de la música, unos tiempos contradictorios, cuanto menos. Mientras que el lenguaje musical, en todas sus vertientes formales, precisa de unos periodos lentos de aprendizaje, de técnica, desarrollo y profundización casi desde cualquier perspectiva, las personas que intentan trabajar de ello viven en un estresante juego de la silla que no acaba nunca.

Prisa mata

Los tiempos de producción, gestión y difusión en la música son particulares y no suelen tender a aliviar el equilibrio de los tiempos de los procesos —también particulares— de creación de la misma. Internet ha facilitado la distribución, redefinido las fronteras y acelerado las corrientes de información, el consumo y la escucha en los últimos veinte años. En cambio, muchos de los agentes que conforman el grueso industrial de la música —aquello que de alguna manera engloba las relaciones entre artistas, estudios, productoras, discográficas, managers, agencias de booking, promotores, instituciones, medios, agencias de comunicación, etc— suelen seguir necesitando, en la mayoría de los casos, de unos tiempos muy específicos y poco variables para poder trabajar en condiciones más o menos dignas la publicación oficial de un disco, su presentación, campaña de promoción, distribución, gira, etc.

La organización de un festival, la planificación de un estreno, la programación de un teatro o la confección de una hoja de ruta de una gira de un grupo cualquiera en 2021, por ejemplo, se vertebran generalmente en base a una gestión del tiempo muy similar a la que se viene poniendo en práctica en las últimas décadas. A todas luces, las costumbres en torno a la música han cambiado radicalmente, pero no tanto las de quienes controlan los medios de producción, medios que no se han desintegrado de la noche a la mañana con la llegada de internet, que simplemente han ido cambiando de forma, de ritmo y de manos, precipitándose hacia una obsolescencia cada vez más programada de la realidad, dirigiéndose incesantemente hacia la capitalización definitiva de nuestras vidas.

La industria musical, como cualquier otra, es perfectamente consciente de lo que significa el tiempo, del valor que tiene y lo importante que es para el desarrollo de la música, aunque el choque entre la inmediatez de la red —caótica, efusiva, apabullante— y el calendario real del sector —estructurado, afanoso, exigente— puede llegar a provocar auténticos estragos. Situaciones cuya complejidad no se aprecia bien desde fuera, pero que tampoco es fácil de discenir desde dentro. Estas contradicciones generan serios desajustes en muchas de las diversas realidades que habitan la música, reproduciendo a veces tradiciones históricas del mainstream en entornos independientes o apartentemente autónomos, que acaban promoviendo el contenido más radical de la forma más moderada y mediante la estrategia más conservadora, viceversa cuando el establishment se permite romper las reglas que impone sin pestañear.

Al mismo tiempo, ¿cuántas veces al día escuchamos música que no se cante en idiomas que no sean los habituales? En ocasiones, las plataformas de streaming, las redes sociales y los grandes medios conforman un espejismo centralizador en el que las canciones más escuchadas en uno o varios lugares del mundo parecen las más escuchadas en ese momento en todas partes cuando en realidad cada región suele tener las suyas. Esto se vive también en elecciones, por ejemplo, cuando se cree que el partido ganador será aquel que más se comparte en el feed de cada quién. De la misma manera, internet proyecta una ilusión de accesibilidad universal incuestionable que al final del día no acaba siendo otra cosa que trabajo gratis para la mayoría. Si el capitalismo de plataforma pagara la hora, seguramente se facturaría más dinero subiendo stories y dando likes que haciendo conciertos y vendiendo discos. Ausentarse, sin embargo, de ciertas coordenadas digitales constituye hoy un riesgo —de parecer mucho menos productivo que el resto, de no ser rentable fácilmente lo más rápido posible, de que no quieran trabajar contigo si no cumples con la estadística— a considerar para el desarrollo de cualquier proyecto musical que no forme parte del 1% privilegiado. Se premia la visibilidad, la cantidad, la insistencia, la velocidad o la carga viral ante la diferencia, el aburrimiento, el silencio, el detalle o la intimidad.

Ante tal hiperventilación digital de la industria, musculosa y reluciente por fuera pero torpe y lenta por dentro, una cierta multitud ha tomado la decisión de entonar el famoso “más madera” de Groucho intentando retratarse mediante un selfie 24/7 en el que la novedad es adictiva, donde todo es futuro y cada año, cada mes, cada día es distinto. Cada canción, cada disco, cada gira… Una vida distinta. Sin embargo, toda esa tensión mediática, ultra comprimida por los flujos de producción que dictan tendencia, sumada al cúmulo ingente de contenidos, novedades, recomendaciones, opiniones y referentes musicales que se entrecruzan a velocidades imposibles quizás estén más bien conformando ante nuestros ojos una serie de señales de humo que tenemos que aprender a descifrar para adquirir la capacidad de evitar las demandas constantes del algoritmo, trazando estrategias posibles de disuasión colectiva, poniendo a disposición del cuerpo nuevas y no tan nuevas experiencias en torno al sonido que cuestionen esta agenda infame de producción y consumo sin pausa que pretende imponerse a la vida misma con persistencia, tanto dentro como fuera de internet. Imaginar desde la intimidad de lo común cómo tender la mano a otro tipo de vivencias que puedan traducirse sencillamente en momentos musicales compartidos, en comunidades que se encuentran a través de la música y que hacen que la música vaya mucho más allá de los formatos —con las canciones, los discos o los conciertos como punto de partida o no—, de los canales de distribución o de los medios de producción, proponiendo formas alternativas de hacer tiempo para alcanzar la independencia necesaria para existir, cocrear y subsistir de manera autónoma colectivizando pasado, presente y futuro.


Una resposta

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  1. Aurelio says

    Interesante lectura.



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