Dicen que van a volver los conciertos en directo. A ver qué pasa. Sin entrar en cuestiones laborales ni en la indecente condescendencia con que la administración trata a los músicos, sin entrar tampoco en por qué puedes amontonarte en el metro y no en la barra de un bar, me ha sorprendido la importancia que han tenido los asientos en los conciertos que se hicieron durante la primera desescalada.
En aquellos conciertos, escuchar música sentado en tu asiento, parecía la única manera de mantener la distancia entre la gente, de no bailar ni esparcir líquidos virales por el aire. La silla, antes que un lugar donde acomodarse, era una garantía de orden.
Más allá de los conciertos de la desescalada, si comparamos la manera de sentarse en Occidente con las formas de sentarse del resto del planeta, al menos antes de su occidentalización, uno se pregunta si esto de la silla es verdaderamente un instrumento a nuestro servicio o una llamada al orden dentro de casa. Para decirlo rápido: pudiendo sentarnos en el suelo ¿Por qué derrochar esfuerzos, materiales, ingenio, dinero, energía, en sentarnos cuarenta centímetros por encima de él?¿De dónde viene esta necesidad de desentenderse del suelo? Esta obsesión por alejarse, aunque sea cuarenta centímetros, del planeta?
Hasta los años veinte en Japón casi nadie se sentaba en sillas. La gente se sentaba en el suelo. Se ha comentado muchas veces que la tradición japonesa tiene una relación con la naturaleza mucho más fluida que la occidental. Por no haber sufrido el humanismo, al menos antes de la llegada del comodoro Perry en 1853, la cultura japonesa era ajena a la visión mecanicista de Occidente. El mundo no se entendía como realidad segmentable, ni el ser humano como algo segregado y con potestad plena sobre animales, vegetales y minerales. Sus creencias, sintoísmo, budismo, confucianismo, confluían en una ética de la in-diferencia, basada más en el tránsito que en la esencia estática de seres y cosas. Sentarse en el suelo tenía mucho que ver con esta relación no discontinua con el mundo. Quien se sienta en el suelo se preocupa por su estado, lo cuida. Para empezar, lo mantiene limpio.
En Japón, todavía hoy, también los cuerpos, a pesar del sofisticado código de conducta, parecen más libres sin el constreñimiento de sillas, butacas, sillones, respaldos, reposabrazos. También esto explica que los cuerpos viejos japoneses sean más flexibles que los cuerpos viejos europeos. Los blancos son altos, pero tienen la cintura débil, y esto, en definitiva, es porque se sientan en sillas, no como nosotros, los japoneses, que vivimos sobre el tatami, dice el protagonista de una novela de Nosaka Akiyuki.
Sentir el suelo y sentir el cuerpo. Fortalecer la cintura. Ser flexible. Cuerpos en constante evolución, donde las diferentes posturas, por estipuladas que estén, no son una sucesión de posiciones estáticas, estroboscópicas, condicionadas por la presencia de muebles. Sobre el tatami, para pasar del sentarse al estirarse basta un solo movimiento. Continuidad y no límite. Tránsito constante. Impermanencia. El espacio vacío japonés en el que los arquitectos blancos han querido verter tanta retórica banal (austeridad, minimalismo, elegancia, contención, modestia …) no es más que espacio libre de obstáculos, espacio apto para la contingencia. Vacío porque sólo vacío puede ocurrir cualquier cosa. Espacio vacío como soporte del evento cuerpo.
Ninguna casualidad que durante los años en que el legado mecanicista occidental salta por los aires, en el mundo del arte proliferen todo tipo de sillas. Los años sesenta también son los años en que Occidente, de alguna manera, comienza a mirarse Oriente de otro modo. Mirad como aparece la silla en las obras de artistas como Abraham, Beuys, Brecht, Frank, Kosuth, Mendini, Spoerri… Para un arte en pie de guerra que fija la mirada en lo cotidiano, la centralidad simbólica del objeto silla queda clara más allá de cualquier argumento funcional.
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Raymund Abraham Silla (1971); George Brecht, Silla, paraguas y linterna de coche (1969); Heinz Frank, Sieges et lits (1971); Joseph Kosuth, One and three chairs (1965); Alessandro Mendini, Sedia Lassù (1974), Sedia Scivolavo (1975), Sedia a forma di croce (1974); Daniel Spoerri, Kichka’s Breakfast (1960) ; Joseph Beuys, Silla con grasa (1963); i Gianni Pettena, Wearable chairs (1971).
En Electric Chair de Andy Warhol (1964), por cuestiones obvias, la silla es una máquina de matar. La condición tecnológica del artefacto queda eclipsada por su condición punitiva. Las declaraciones de Warhol sobre su obra, pretendidamente banales, no deberían despistarnos. Electric Chair forma parte de la extensa serie de serigrafías dedicadas al consumismo. La silla eléctrica se representa como un producto más, junto a las sopas Campbell, las botellas de Coca-Cola o las cajas de detergente Brillo. Algunas de las variaciones de Electric Chair, Orange Disaster (1963) por ejemplo, forman parte de las series de desastres. Allí están los accidentes de coche, las catástrofes aéreas, o los disturbios raciales. En otros casos, el desastre también incluye la industria alimentaria; por ejemplo, Tunafish Disaster (1963). En el desastre del atún, el tema central es una noticia de periódico donde se relata en clave sensacionalista la muerte de dos hermanas solteras a causa de una lata de atún en mal estado.
Cuando se mira la obra de Warhol en los sesenta como un todo, la supuesta fascinación acrítica por el consumismo se revela siniestra. Un comentario sobre la banalización de la muerte. También los famosos que retrata son iconos tocados por la muerte y la destrucción. La silla eléctrica, como la lata de atún que alimenta pero también mata, nos habla de la dimensión disciplinar de todo objeto. Y es precisamente en el amontonamiento de imágenes planas generado por los medios de comunicación de masas, donde una botella de Coca-Cola, un coche, una lata de atún o una silla eléctrica quedan aplastados en un mismo plano moral. No creo que sea demasiado distinto a lo que ocurre hoy en las redes sociales: encima de un post indignado por el hundimiento de una patera, alguien ha subido la fotografía de un exquisito plato con puesta de sol incluida.
Para Warhol, la silla eléctrica y la lata de sopa Campbell son dos expresiones antitéticas de una misma estructura disciplinar. Punición y premio. Látigo de cuero y terrón de azúcar. En ambos casos, el objeto tecnológico de consumo, más allá de su condición objeto de uso, más allá de su función, se convierte en representación del orden instaurado. En el objeto de consumo, sea lata, silla o coche, toma cuerpo el marco mental que atraviesa nuestros temores y deseos. Un orden coactivo (como todo orden) en el que consumir es obedecer.
Como el crucifijo en el aula o la fotografía del rey en la comisaría, la silla en casa (sea eléctrica o no lo sea), artefacto tecnológico siempre, es ante todo la representación del poder dentro del espacio doméstico. En el caso de la silla eléctrica, la obscena crudeza con la que toma forma su función, atravesar tu cuerpo con 2.000 voltios primero, después 440, hasta matarte, hace más evidente que en otras sillas, el cometido instruccional implícito en todo objeto de consumo. De algún modo, toda silla es una silla eléctrica
En los mismos años en que el mundo del arte se obsesiona con las sillas, también lo hace el mundo del diseño. Especialmente entre aquellos colectivos más críticos con un modelo consumista, fundado sobre los valores del racionalismo, la productividad y los ideales de progreso. Los asientos que nos proporcionan estos diseño críticos, antes que una nueva forma, parecen querer acabar de una vez por todas con una determinada manera de sentarse. La lista vuelve a ser interminable: el Commutatore de Ugo La Pietra; el Pratone del grupo Strum; el sillón inflable Blow de De Paso, De Urbino, Lomazzi y Scolari; el sillón Sacco de Gatti, Paolini y Teodoro; la UP5 La mamma de Pesce; el asiento basculante de Leonardi y Stagi; la Malatesta de Sottsass; el sofá modular Leonardo y el asiento Bocca, ambos de Studio 65; el Superonda los Archizoom. Todos estos asientos tienen en común la clara voluntad de explorar otras formas de sentarse. Y en su búsqueda hacen evidente que la silla convencional, no es tanto algo donde acomodarse, como una instrucción que atraviesa nuestro cuerpo y, literalmente, lo doblega. Las formas pintorescas pop del Radical Design nos ofrecen formas de sentarse desprovistas del condicionante disciplinar de la silla occidental.
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Ugo La Pietra, Commutatore (1970); sofá modular Leonardo (1969) de Studio 65; el Pratone del grup Strum (1966); la Malatesta d’Ettore Sottsass (de la serie Mobili grigi de 1970); la UP5 La mamma de Gaetano Pesce (1969); Blow de De Pas, D’Urbino, Lomazzi i Scolari. Blow (1967); la butaca “sacco” de Piero Gatti, Cesare Paolini i Franco Teodoro (1968); el seient Bocca de Studio 65 (1970); i el seient basculant Cesare Leonardi i Franco Stagi (1969).
Desde aquí, nos podemos mirar la silla como este objeto en el que toman cuerpo siglos y siglos de guerra abierta contra la naturaleza, sea cuerpo, sea entorno. He hablado de instrucción y estructura disciplinar y basta con mirar la manera con que Occidente educa a los niños. Para ellos, la silla no es algo muy distinto al potro de tortura o al corrector ortopédico. La silla es la máquina disciplinar en la que la gente mayor focaliza toda su exigencia de obediencia ciega. Es desde la silla que los obligamos a terminarse la cena o hacer los deberes. Siéntate bien, es una de las frases que los padres occidentales habremos repetido más veces. Por el contrario, pocas veces hemos sentido un anda bien o estírate bien. Es en el sentarse donde se revela la docilidad del cuerpo individualizado, y es también en la silla donde comienza la rebelión de los jóvenes en posición desafiante.
Silla pues, como máquina de sumisión para el cuerpo-naturaleza. Trono, Cátedra. Es desde ella que el poder se manifiesta y se impone. Los papas se retratan sentados; los Reyes, de pie. La silla como generador de códigos de respeto. En las entrevistas de trabajo, el entrevistado y el entrevistador no se sientan a la misma altura ni los respectivos asientos disponen de las mismas comodidades. También la comodidad es aquí una marca de clase. El subordinado no puede sentarse ante su jefe como no puede hacerlo el cortesano ante el rey. El ritual de la misa en su forma moderna es un verdadero festival en relación al sentarse. La fe se inocula a través de las flexiones de piernas: Levantaos, podéis sentaros, levantaos, daos la mano … Para quien no respete la instrucción de la silla, aquí están aquellas otras sillas, la eléctrica, la de inyección letal, la de la cámara de gas, el garrote vil, el potro de tortura, la del aula y la de la fábrica.
Y así, aprendemos a obedecer sentados en sillas. Aprendemos a obedecer consumiendo sillas, representándonos en sillas. Y lo aprendemos como individuos. Ningún otro objeto doméstico nos muestra de forma más clara el espacio íntimo-doméstico atravesado por las lógicas del capital y el individualismo. Mira qué silla se ha comprado la tal. La privacidad bajo control, dentro de casa, mucho antes de la aparición de las redes sociales. El orden social rememorado dentro del espacio afectivo del hogar. Cuerpos y cuerpos dispuestos exactamente de la misma manera en sus supuestas esferas de libertad privada.
Presencia en realidad extraña, la silla como objeto de consumo, instrucción de orden, actúa como agente exterior infiltrado, separando los cuerpos, aislándolos entre sí, cada uno en su silla, dócilmente y nítidamente individualizados. Ninguna casualidad si ahora, 2020, uno de los diseños más exitoso del urbanismo hostil, aquel que focaliza sus esfuerzos en evitar conductas “incívicas” en el espacio público (es decir, esconder a los pobres y desahuciados) haya sido el de reemplazar el banco tradicional por sillas individuales atornilladas al suelo. Evitar todo sentarse colectivo. Individualizar. Aislar los cuerpos en el espacio público. Cortar los lazos. Des-solidarizar.
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