Me ha interesado un pasaje de Braidotti (Lo Posthumano, 2013) donde señala que la separación iglesia-estado por parte del humanismo, no trajo ninguna mejora a las preocupaciones por la igualdad femenina. La delimitación entre los dominios de la razón y de la fe, de la racionalidad y la irracionalidad, de lo público y lo privado, se establecía en términos sexistas y confinaba las mujeres en el ámbito irracional de la esfera privada.
En la misma línea, poco después, citando a Cornell West y Bell Hooks, Braidotti señala como muchas de las teorías poscoloniales y antirracistas no han sido abiertamente laicas.
Periódicamente asistimos a puntuales olas de anticlericalismo. Ninguna objeción. Los abusos sexuales, más estructurales que puntuales, o la impunidad con la que la iglesia católica, todavía hoy, se apropia de edificios que no son suyos, dan para eso y para mucho más. Sin embargo, muchas veces la crítica a unas prácticas concretas termina confundiéndose con una crítica total a unas creencias y unos documentos, no necesariamente responsables de estas atrocidades. Burlas contra La Biblia, tan absurdas y arbitrarias como atacar a Homero o Hesíodo por la ignominiosa presencia de los campos de refugiados en la isla de Chios.
Críticas de un determinado ateísmo fanático (robo el término a Freud a través del texto de Braidotti) que, paradójicamente, proviene de otro tipo de fe, aquella que desde una pretendida infalibilidad científica se reafirma en un sistema de certezas universales y objetivas, válidas para someter el resto del planeta a los intereses de Occidente. Es desde el humanismo y la construcción de un sujeto exclusivo, blanco, masculino y racional, que toda alteridad no comprensible dentro de un marco racionalista que se pretende universal, queda emplazada como infrahumana. Como si cualquier manifestación del sujeto hubiera de articularse, siempre, por fuerza, dentro del marco científico. Más allá de las consecuencias históricas, de la barbarie colonial y de un expolio que todavía no ha terminado, se criminaliza todo anhelo de trascendencia, emplazándolo totalitariamente como paraciencia para iletrados.
Ciertamente, los ideales abstractos, los sistemas ideales no encarnados en nada, pueden ser peligrosos. Esto es evidente como también lo es que esta realidad con la que supuestamente opera la ciencia, se convierte en insignificante si la desproveemos de una fantasía contra la que proyectarla. Es desde la fantasía que el absurdo vital cobra un sentido, aunque sea provisional, aunque sea durante cinco minutos. Es desde la fantasía que podemos leer el mundo. Fantasía, hay que aclararlo, no como articulación banal de una imaginario no construido, meramente intuitivo; no como legítimo derecho a evadirnos. Fantasía como intento de encontrar un sentido profundo a todo aquello que nos rodea, más allá de su descripción parcial, un sentido imposible de remitir desde la segmentación especializada del racionalismo científico. La experiencia poética sería el primer ejemplo que me vendría a la cabeza. Escuchar una canción, leer una novela o mirar una película: durante un breve periodo de tiempo, el juicio se reorganiza para comprender de otro modo, más holístico, todo lo real que nos rodeaba y nos rodeará cuando acabemos la lectura. Sin la fantasía, la realidad no existe; ni siquiera podemos nombrarla. Es desde la fantasía que producimos significados.
Antes de que emplazar la discusión en términos de verdad poética y verdad científica, es más útil preguntarse desde qué lugares hablan. El pensamiento científico no sólo ocupa un espacio central en la construcción del capitalismo más extractivo, es parte indisociable de la lucha que la burguesía emprende contra iglesia y nobleza para liberar de obstáculos la trayectoria de sus mercancías. Más allá de la evidencia de que sin financiación, y por tanto, producto lucrativo después, no hay ciencia, el pensamiento científico tal como se ha entendido los últimos cinco siglos, es decir desde que nace, es una pieza fundamental en los procesos coloniales y de explotación. Desde aquí, pensarnos más allá del marco científico significa no querer pensarnos como valor de mercado ni como instrumento en manos ajenas. No todo lo que cae fuera de la ciencia pretende ser paraciencia. Afirmar que todo pensamiento no científico nos lleva, inevitablemente, a Miguel Bosé y sus antimascarillas, también es una fantasía totalitaria.
Quizá ya lo he dicho. Vale la pena repetirlo en otro orden: Si el ateísmo radical descalifica todo anhelo de trascendencia debido a las atrocidades cometidas por una institución, la iglesia, hay que objetar entonces, que es desde la razón científica, íntimamente emparentada con el ideal humanista etnocentrista e imperialista, que el planeta ha sufrido las mayores injurias. Si la cosa va de causas, la ciencia se lleva la medalla de oro. Invocar todo lo bueno que la ciencia nos ha traído, sin dejar de ser cierto, no pinta nada en el debate que planteo. Aquí, los puntos negativos no se compulsan con los puntos positivos como si se tratara de un test. Aquí los puntos negativos son millones de muertos, civilizaciones arrasadas y campos baldíos durante decenios. Dejando de lado las catástrofes y genocidios que todos conocemos, desde Hiroshima a Chernobyl, del gas sarín a las guerras bacteriológicas, todas ellas inexistentes sin el concurso de la ciencia, hay, sobre todo, la imposición de un marco mental desde el que destruir el planeta y disponer de la vida como mercancía. Desde el reloj de pulsera hasta el exterminio de poblaciones indígenas; desde la cadena de montaje hasta la mercantilización de tus afectos a través de las redes sociales.
Para comprender donde se sitúa el ateísmo fanático es útil recordar que la puesta en práctica del pensamiento racional y los grandes avances científicos no tuvo ningún problema en ampararse tras la fantasía cristiana para alcanzar sus objetivos en el Nuevo Mundo. Más allá de las fantasías que se inculca a marineros, soldados y verdugos, a los indios no se les mata por no ser cristianos. Se les mata para poder apropiarse de sus territorios y de sus recursos, de su fuerza de trabajo y de sus minas, sean de oro, de potasio o de Coltan. Es más, el pensamiento racista de los colonos, hábil para explotar y asesinar comunidades indígenas, ha sido antes una construcción científica que religiosa. Que la verdad científica se desdiga reiteradamente de lo que afirmaba hace dos días, no nos debe hacer olvidar las verdades que ha defendido en el pasado. La ciencia, como la moda, siempre caduca y esto es comprensible si asumimos su condición de producto de consumo.
Censurar la fe porque existe la iglesia es como censurar la ciencia porque existe el MIT o la Boston Dynamics.
Me gustaría no confundir a nadie: este texto no es una enmienda a la ciencia en su totalidad. Tampoco quiere ser, de ninguna manera, una defensa de la iglesia. Aun menos un intento de relativizar todos sus crímenes. Este texto ni siquiera pretende recordar la existencia de figuras como Pere Casaldáliga, el Pare Manel o el mismo Francisco de Asís, aquel que predicaba a los pájaros antes de ser digerido por la institución eclesiástica. Sólo señalar, no es anecdótico, que la crítica causalista del ateísmo fanático pasa por alto el principal problema del Cristianismo: haberse convertido en iglesia, es decir, haberse convertido en Estado. Insistir en que el fanatismo no está en la trascendencia irracional, en la fantasía que se defiende, sino en la voluntad racional de imponerla desde una institución suficientemente poderosa para atravesarlo todo.
Es decir, el fanatismo radica en la misma idea de Estado, nutrida siempre por construcciones irracionales como patria, pueblo, identidad o rey. Esencias ficticias en la medida que imponen estaticidad y permanencia a lo que, en realidad, es transformación constante. Estado contra ser o Estado como petrificación mezquina e intolerable, también intolerante, del puro devenir. Una vez más, la Francia del siglo XVII se convierte caso paradigmático. Tras la carcasa de un régimen monárquico y religioso, la concentración de poder en manos del nuevo estado moderno, articulaba una nueva taxonomía de los saberes, las academias reales, que apuntaba contra el saber universitario de la Sorbona (en manos de la iglesia) y daba forma simbólica a la nueva fe en el Estado. Todo ello, promovido además, no deja de ser significativo, por un hombre de iglesia, el cardenal Richelieu. Precisamente, si el ateísmo fanático, en su crítica ciega a todo anhelo de trascendencia, no detecta diferencias entre fe e iglesia, entre afecto y norma, es porque, justamente, participa de la misma fantasía estatalista. Entiendo aquí Estado en su sentido más amplio. Por un lado, cuerpo administrativo, localizado en un emplazamiento concreto y delimitado, que atraviesa todos los cuerpos y afectos sobre los que actúa legítimamente de forma impune. Pero Estado también, como aquella voluntad totalitaria, que quiere reducir la condición cambiante y transformacional de la vida, en identidades estáticas, identitarias, iguales a sí mismas y diferentes a lo que cae en el otro lado de la frontera. Convertir el documento abierto en monumento cerrado. Como el cristianismo, el Estado también participa de una narración ficticia y también exige un acto de fe (tu eres diferente al del otro lado de la línea), aunque su delirio se articule desde una retórica racionalista, científica, técnica. Todo delirio se convierte en realidad si encuentra financiación. Preguntadle a Hitler o a bJuan Carlos de Borbón, defendido ahora por el socialismo. Como decía Rem Koolhaas hablando del Le Corbusier más racionalista y estatalista (es decir, fascista): el racionalismo más radical al servicio de la irracionalidad más delirante.
A fin de cuentas, aquella pugna estado-iglesia que tantas veces nos explicaron en la escuela, fe contra razón, no deja de ser una construcción ideológica producida por el propio Estado. En realidad, una pugna entre estados de naturalezas diferentes, pero estados ambos aunque apuntalados sobre fantasías distintas. El estado iglesia, global y extendido por todos los territorios recorría a lo inefable; el Estado-nación, constreñido dentro de los límites del territorio y al servicio del naciente poder industrial, se articulaba desde la lógica científica del agrimensor. Ninguna casualidad que Kafka, ese irracionalista capaz de articular un libro entero desde la retórica funcionarial, convierta al agrimensor en protagonista de El Castillo, en su feroz crítica a la maquinaria burocrática del Estado.
Más allá del cuerpo de funcionarios, la pulsión Estado, y de ahí mi decepción con determinadas izquierdas, se incrusta incluso en discursos supuestamente alternativos. Antes que impulsar el cambio permanente, tratan de instaurar una nueva realidad petrificada, un nuevo monumento, quizá alternativo pero igual de estático y dogmático. Eslóganes que yo mismo he cantado y que ahora miro con estupor. Pienso por ejemplo en Els carrers seran sempre nostres (Las calles serán siempre nuestras). La simple secuencia “serán siempre” ya es en sí una negación en toda regla de lo que Braidotti define como proceso interactivo y sin conclusiones, la vida. Por no hablar del aterrador “nuestros”, que excluye a los que no cantan de la posibilidad de compartir la calle con los que sí cantan (es una evidencia gramatical). En definitiva, estatización de la vida desde la identidad (nuestras) y desde la estaticidad más reaccionaría (siempre). El pensamiento Estado siempre opera estableciendo límites allí donde todo era continuo. Las fronteras, especialmente las de las colonias, trazadas con tiralíneas, son el caso más evidente.
Pienso ahora, sobre todo, de ahí este texto, en el caso de los migrantes que tratan de cruzar el Mediterráneo. Justo esta mañana leía un texto estremecedor. Desde 2014 han muerto unos 20.000 migrantes tratando de llegar a Europa. En el atentado de Las Ramblas, clasificado como asesinato masivo, murieron 14 personas. En el atentado de Atocha del 11 de marzo, 191 personas. En el atentado de las Torres Gemelas, 2.996 personas. A 20.000 ni siquiera se le acerca el número de muertes de tráfico en España desde 2014 (7.808). Obviamente, la cosa no va de competir ni de menospreciar ninguna víctima. Una sola ya es un infinito. La cosa va de poner los números en relación y, sobre todo, de insistir en que la causa Estado se encuentra detras de todos estos muertos. Incluso el terrorismo islámico, que insistentemente se nos explica en términos de religión y raza (otra fantasía!), lo es en la medida en que terrorismo de Estado. Desde la evidencia de un nombre como Estado Islámico hasta el origen de un grupo como Al Qaeda, nacido bajo el patrocinio de la CIA para debilitar la presencia soviética en Afganistán.
Sea como sea, 20.000 muertes en el mediterráneo tratando de cruzar la ficción de la frontera es una realidad no aislable, no despreciable, no separable de nuestra noción de Estado. No es un hecho que pueda ser tratado fuera de una determinada idea de españolidad (y que nadie me mal interprete, una idea de catalanidad como la de Torra o Puigdemont harían lo mismo si dispusieran de Estado). 20.000 muertes en el mediterráneo forma parte de la esencia misma de Estado. He dicho España y podría hacerlo extensivo a Francia, Italia … Europa en definitiva. Y así como el anhelo de trascendencia no implica siempre imponer su fantasía a nadie, la idea de Estado, la delimitación de fronteras y funciones, la articulación de un cuerpo jurídico, la invocación universalista de la razón científica y el equipamiento de unos cuerpos del Estado dispuestos a ejercer violencia, sí se organiza con la finalidad única de imponer una única fantasía. Es desde la misma idea de Estado, trascendente también en la medida en que apela al esencialismo y a la identidad, que los cuerpos se clasifican en aquellos que deben morir en el Mediterráneo y aquellos que pueden pasearse como turistas en su fueraborda.
0 Respostes
Si vols pots seguir els comentaris per RSS.