la jardinería no es un acto racional
Margaret Atwood
Para hacer un jardín necesitas tierra, semillas y tiempo. Imagina que tienes terreno, mucho terreno. O que en su defecto tienes pasta, mucha pasta. El tipo de pasta con la que puedes hacer que cualquier metro cuadrado de suelo se convierta en tierra fértil. Imagina que son los sesenta y que has logrado que el alcalde te ceda el terreno de los algarrobos a ti y a tu grupo de amigos emprendedores. Con todas las cualidades que se os suponen: gallardía, campechanía y picaresca os lanzáis sin dudar a la empresa. Taláis los árboles viejos, allanáis el suelo, horadáis, distribuís, surcáis.
Todo esto eran campos os diréis algún día, cuando desde la ventana de vuestra oficina observéis la altura de vuestras ambiciones cumplidas. Todo esto eran campos y ahora son calles de la acacia, del abedul, del bambú, del boj, del cedro, del cerezo, del durillo, de la dalia, de la frambuesa, del fresno. De la A a la F, un herbario ordenado alfabéticamente para darle nombre de planta al vergel de concreto que habéis plantado en la Ciudad Satélite de Cornellà.
Ha pasado el tiempo y las semillas de ciudad nos hemos metido en el jardín de la hipoteca, del alquiler y de lo que haga falta para tener casa. Y a pesar del tiempo transcurrido, en la ciudad dormitorio sigue costando conciliar el sueño porque los desahucios son muy de mañana. Así que es un jueves de junio y la comitiva judicial llega temprano y un vecino abre la ventana y salta los diez pisos de distancia que hay entre el suelo de su casa y el suelo de la calle de las camelias.
Hay muchas maneras de mirar de arriba abajo. Los empresarios que se forraron proyectando San Ildefonso no vieron que las calles no tenían nombre hasta que la obra estaba ya en pie. Para verla sobre papel, con llamarlas zona A, B, C, D o F bastaba. Para vivirla a pie de calle, una ciudad de bloques no se camufla con nombres de verdura. Dice Juhani Pallasmaa que “el dominio del ojo y la eliminación del resto de sentidos tiende a empujarnos hacia el distanciamiento y la exterioridad”(1). Añado yo que cuando deja de palparse la ciudad con los ojos de la piel, se pierde la escala humana del abrazo.
Cuando miro mi barrio desde arriba hay cosas que google maps no me muestra. Porque son de un tiempo que escapa a la lente rastreadora de lugares y oportunidades del capitalismo deslocalizado. Vista por satélite, en la esquina de la calle de la aurora de Barcelona hay un descampado. Visto desde google, el tiempo de este terreno sigue siendo el de la especulación inmobiliaria que yerma los barrios subiendo y bajando precios, quitando una vecina aquí y poniendo un museo allá.
Pero si se mira a los ojos de la aurora con riereta, este suelo edificable tiene tiempo de jardín. De bancales de lo que surja que no se pueden prever. Pallasmaa diría que “nuestros cuerpos y nuestras ciudades se complementan y se definen el uno al otro” y ante tal dependencia habría que ver cómo nos escribimos. Podemos seguir abonando las ciudades con muertos por barriocidio o podemos dejar que sean nuestros jardines los que nos definan, lo mires por donde lo mires no hay nada racional en la jardinería.
(1) Juhani Pallasmaa: Los ojos de la piel, Editorial Gustavo Gili, 1996.
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