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La ternura de los pobres

Escrit el 18/06/2016 per Laura Huerga a la categoria Ho deixo anar.
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Aquest text també està publicat en català

Anoche, llegaba tarde a casa. Un músico entraba en el vagón. Yo, probablemente, otro día cualquiera, ni siquiera lo hubiera visto, mirando como hago siempre la lista interminable de correos que tengo en la bandeja de entrada. Correos que entran y entran sin parar, ahogando en El País de Nunca Jamás a los que entraron antes que ellos, mientras pienso que no sería mala idea que la bandeja de entrada se ordenara por “antiguos primero”.

Tampoco lo hubiera oído, pues estos días llevo los auriculares repitiendo un par de canciones que me obsesionan porque tienen que sacarme algo de dentro y no lo consiguen, seguro que por falta de concentración.

Pero ayer, acción deliberada y consciente, no cargué el móvil. Sabía que me quedaría sin batería y que no podría avisar en casa de la hora exacta a la que llegaría, pero qué más da, igual duermen. Sabía que no sabría qué hacer, que miraría al infinito, al sitio exacto donde el cerebro se da un respiro y piensa en cosas que valen la pena. Porque ni siquiera llevaba el objeto que me hace viajar al mismo lugar, un libro, algo irónico en mí. Hoy tendría que suceder de forma natural, más difícil, pero mirar al infinito sin resultado me parecía una actividad enriquecedora porque estoy harta de ruido. Ruido informativo, sonoro, espacial. Ruido empático de “me gusta” concertados, ruido casuístico, ruido elemental, básico y primario. Ruido para no pensar.

Pero un músico entraba en el vagón. Y le miro. Y le escucho. Y juraría que el tipo que se sienta a mi lado también le escucha. Y algunos de otras filas más allá. Y si llevara el móvil cargado no hubiera visto como sube los talones y tensa el empeine en las notas más altas del violín. Ni cómo agacha la cabeza para imprimir una nota con más fuerza. Ni cómo arranca un sonido que se me antoja de configuración imposible porque pensaba que le saldría mal. Aunque yo no sé de música (esto es sólo una forma de hablar).

Y el músico entra en nosotros con una canción en apariencia absurda para un violín, Is this love, que tampoco puedo juzgar de ejecución perfecta, pero qué más da.

Con un movimiento extraño, el músico nos induce tensión, nos contagia. El músico se sienta, agacha la cabeza, deja de tocar y todo el mundo ve al vigilante. Le ha visto. Intuyo que le dice que recoja y se marche. Intuyo que el músico pregunta si puede acabar el viaje. Le dice que sí, pero que lo recoja todo. Se sienta de nuevo, violín recogido, delante de mí. Desde la otra parte del vagón, alguien llega y le da una moneda bajo la atenta mirada del vigilante. La da como una propina furtiva, como si le encajara la mano. Y despierto comprendiendo que nos acaban de arrebatar algo, no sólo a mí. Más de uno se acerca para extenderle la mano mientras dirigen en un momento u otro una mirada desafiante o de reojo al que no deja de mirar. Yo también miro al vigilante pero no miro al músico. Porque le tengo sentado enfrente, por eso no le miro a los ojos, le miro cuando no me mira, cuando mira a los otros. Por vergüenza, supongo.

Llega ella, una mujer que sin gritar pero con una voz suficiente felicita al músico. Le pregunta de dónde es y le anima a seguir tocando. De repente, cambia de equilibrio corporal, y cuando toda ella se dirigía al músico, el cambio de peso dirige su postura al vigilante.

—¿Por qué no le dejas tocar?

—Es mi trabajo.

—Pero, ¿a ti no te gusta la música?

—Pues claro.

Cambio de peso al otro pie:

—¿Ves? Es sólo un curro, hace lo que le dicen que haga pero le gusta la música.

Músico y vigilante se miran. Músico hace un gesto con la cabeza que parece de agradecimiento, pero quizás es sólo un saludo, una manera de decir «ahora te veo más allá de tu curro».

—Es sólo un curro— dice ella. —Está muy difícil todo y claro, hay que currar, pero la música…— y cambiando el peso del cuerpo hacia el vigilante sacude un contundente —Quizás deberías cambiar de curro.

Se adivinan medias sonrisas en nuestros rostros, juraría que la he visto también en el tipo de al lado. De alguna forma, ella ha dicho lo que necesitábamos oír. Llevamos unas cuantas estaciones pasadas en silencio. La mujer baja y el tipo que se sienta a mi lado le dice, acompañando otra moneda furtiva:—A ver si se baja antes que tú para que puedas seguir tocando.

De alguna manera, cada moneda entregada era un desacuerdo con el sistema, porque el vigilante vio cómo íbamos alcanzando al músico para ese pequeño acto reivindicativo. Queríamos música.

Llegué a casa, puse a cargar el móvil —maldita adicción, quizás el mundo se había acabado en la última hora y yo no me había enterado— y recibo un tuit del tipo que se sentaba a mi lado: «La música és la tendresa dels pobres, oi, @Idealibros? I quina dona més crac».


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