Estamos a principios de los noventa. Diría que los noventa fueron peores en las ciudades de provincias que en las grandes urbes. Había mucho adosado de nueva construcción y el centro de la ciudad estaba dominado por el reino indiscutible de El Corte Inglés. Se decía que cuando las esposas de los señores fachas morían no iban al cielo sino que iban a la planta de hogar de estos grandes almacenes. Se quedaban allí viendo las últimas novedades aprovechando que en verano había aire acondicionado.
Justo al lado de estos grandes almacenes había una tienda de muebles cara. Las familias con nombre de esta ciudad de provincias compraban allí cosas como la librería para el salón, un sillón de línea postmoderna o el dormitorio completo para la habitación del niño. Las decoradoras se encargaban de cada detalle según el gusto de los clientes. El trato era impecable. Los dueños, también de buena familia y también dueños de muchos otros negocios, conocían a cada uno de sus clientes y a cada uno de sus trabajadores. Conocían bien a la trabajadora de la limpieza pues mantenían una relación estrecha con ella ya que su tía había sido, en tiempos, la niñera de la familia. La empleada de la limpieza y su familia vinieron del pueblo en plena ola migratoria de los sesenta para descubrir que existían cosas como los relojes, la mantequilla, el pescado fresco y toda una cultura urbanita y pop que cambiaría las vidas de millones de personas pobres como las ratas y además de pueblo. Como tantas otras vivieron el paso de la cultura rural autárquica del franquismo más rancio a una cultura pop albergada bajo la promesa de un progreso social y económico.
Esta mujer está ante lo que iba a ser otro de los dramas de los noventa: la moda del mueble rústico
Una mañana la empleada de la limpieza llega como siempre la primera, sube la persiana y comienza su tarea. Cuando lleva media tienda hecha se da cuenta de que hay un apartado nuevo, una serie de muebles y objetos de decoración que antes no estaban. No da crédito a lo que ve. A sus pies un cristal deja ver un trillo. Como te lo cuento, un trillo. No sé si sabéis lo que es, es un apero de labranza que se usaba para cortar la espiga y separar la paja del grano.
¿Cuántas veces se habrá subido de niña encima de él? Le viene a la memoria el calor y el cansancio que pasó segando, trillando o aventando el cereal. Le cuesta un rato entender que el trillo no está debajo del cristal, sino que es lo que sostiene el cristal y que, por tanto, forma parte del mueble. Es más, el trillo es propiamente el mueble. Y esto se lo van a poner las familias buenas como mesita del café. Y además vale un dineral. No puede creer que haya gente que se vaya a comprar eso como tampoco se cree que ella esté en ese momento limpiándolo como si de una pieza de diseño se tratara.
Sin embargo la cosa no acaba aquí, en una mera imitación del gusto dominante
Esta mujer está ante lo que iba a ser otro de los dramas de los noventa: la moda del mueble rústico. O lo que también podemos llamar como la gentrificación de los útiles del trabajo de toda una generación de campesinos y campesinas empobrecidos, migrados y forzados a desvalorizar su saber y su cultura. Si en los sesenta habían sido señalados como ignorantes y por ello enseñados a perder el habla y a adoptar otras formas de expresión, en los noventa serían desposeídos de los objetos cotidianos de su pasado. Objetos que pasaban a ser desposeídos de su función y de su memoria al ser colonizados por las clases altas y vendidos después también a esas mismas clases populares.
De este modo cuando llegan las vacaciones y esta mujer vuelve a su antigua casa del pueblo saca del granero las vasijas, la hoz y los botijos. El trillo ya no está, que la abuela le metió fuego hace años, pero aun quedan otros aperos. Los limpia cuidadosamente y les busca un lugar donde colocarlos. En el descansillo de la escalera, en la entrada del portal o encima de la chimenea. Pues quedan bien bonitos, oye. Si los ricos dicen que esto es última moda ahí que vamos.
Se nota que son ricos de toda la vida porque mantienen ese trato familiar con los de abajo
Sin embargo la cosa no acaba aquí, en una mera imitación del gusto dominante. Al terminar las vacaciones y volver a la ciudad recibe una llamada importante. Es la jefa, que quiere pasar a ver a la tía de la empleada. Está malucha y como había sido la niñera de la familia pues le tiene aprecio. Se nota que son ricos de toda la vida porque mantienen ese trato familiar con los de abajo. “Rápido, hijo, ayúdame a arreglar la casa que viene la jefa. Quita los adornos y todo lo demás.” Al quedar sin apenas objetos se ven casi los muros de la casa y el piso de barrio deviene sin querer arquitectura minimalista. Cuando llega la jefa el hijo de la empleada se presenta.
– El gusto es mío – responde la dueña.
– Sí, el gusto es suyo – piensa ella – y las figuras de porcelana cara, las vajillas de marca y la alfombra iraní que parecían traspapelarse en su tienda y que acabo de esconder a toda prisa, también. Solo que en este caso el robo es apropiado: no todo le va a salir tan barato como mi sueldo ni tan gratis como mi pasado.
Y las dos se miran y se muestran su mejor sonrisa.
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