La potra de mi vida es no tener ni idea de música. No sólo ignoro como emitirla -no sé tocar ni las palmas; un día de frío, no me toco ni las narices-. Tampoco sé recibirla. Es decir, carezco de la capacidad de analizar por qué algo es la pera o no, así como la esencia de su valor.
De hecho, mi (de)formación musical se ha producido en la radio. La música, durante años, fue algo que alguien seleccionaba para mí en la radio. Ese alguien es el mercado. Es decir, muchas personas puliendo -o lo contrario- un producto, hasta que ese producto tiene el aspecto de cosa que sale por la radio. Aún así, escuchando esas canciones, he percibido en ocasiones lo sublime. Ya saben, lo sublime, esa categoría estética que para Kant era lo más. Lo sublime se parece a la muerte en que supone una suspensión del juicio. Se diferencia de la muerte, y se parece al sexo king-size, en que después vuelves a la vida, con nuevas matizaciones de lo vivido. Ese dato, el hecho de haber experimentado lo sublime en el mercado -en un mercado, además, muy cutre, créanme-, me invita a ser cauteloso ante la crítica musical. Por lo que veo -si bien la veo poco; no atiendo mucho a la crítica musical; soy, musicalmente, un cateto, y no la necesito-, comúnmente, la crítica olvida que uno de los objetos, previsto o no, pero efectivo, de la música -sobre todo y de manera instantánea, en la música, más que en cualquier otro arte-, es la suspensión del juicio. Y la suspensión del juicio tiene sus mecanismos, no siempre fáciles de explicar. Supongo que porque la suspensión del juicio es, básicamente, eso, suspensión del juicio, enviar el juicio a tomar por XXXX.
La música popular, sí, es un fenómeno social. Como la impopular. Pero, además de social -o, incluso, por encima de ello-, zas, puede suspender el juicio
Me consuela saber que a Baudelaire, que no era un cateto musical, le sucedió lo mismo cuando escuchó a Wagner. Se topó con su música en plena calle, a través de una banda -una banda, no una orquesta; no había coro de voces, por otra parte-, un domingo, en un parque de París. Fue la apertura de La Walkiria. Una apertura de la Walkiria, low-cost, para pobres. Baudelaire, no obstante, quedó majara. Suspendió el juicio. Envió varias cartas a Wagner, bordeando al acoso, explicándole a Wagner lo de su suspensión del juicio. Esas cartas son, posiblemente, las primeras cartas de un fan a una r’n’r star. Son el primer vestigio pop de una suspensión del juicio. Un grito de una fan histérica en un concierto de Elvis. La música/la lógica Pop/el mercado es, de hecho, eso. Suspender el juicio ante Wagner. Pero también ante los Chichos, los Camela, los Metálica, las Bananarama, los Mecano, The Jam, las Variaciones Goldberg interpretados por Glen Gould en dos momentos de su vida, o el grupo indie chachi de moda, formado por tipos muy sesudos. Es equiparable. En su recepción, quiero decir. En cierta manera, una argumentación de una preferencia ante uno u otro emisor es un poco carta de Baudelaire a Wagner. Algo prescindible.
La música popular, sí, es un fenómeno social. Como la impopular. Pero, además de social -o, incluso, por encima de ello-, zas, puede suspender el juicio. Exactamente como el David de Miguel Angel, ese trozo de mármol del que Gramsci decía que era un vestigio de una sociedad opresora, pero que también, y sobre todo, era bello. La diferencia de la música popular respecto al David es que, además, se puede silbar en la ducha. La música popular es, en ocasiones se olvida, la posibilidad de lo sublime donde menos te lo esperas. Es decir, entre el tedio. En la antología de Alonso y Blecua, verbigracia, hay un romance popular -una canción en su día- del siglo diecipoco que a mí siempre me ha suspendido el juicio. “En Ávila, mis ojos,/dentro en Ávila./En Ávila del Río/ mataron a mi amigo,/dentro en Ávila”. Una genialidad de la elipse, de lo incompleto, que periódicamente, con otras palabras y acordes, escuchas en la radio o en un parque. Con esta idea veloz, que ahora cierro, les endoso una canción. Precisamente, por algo parecido. La escuché de pequeño y me comió la oreja y, en cierta manera, moduló alguna arruga en el cerebro, que aun no ha vuelto a su dibujo original. No creo que me aportara ninguna idea, sino más bien su suspensión. Y la necesidad de escuchar esa canción para suspenderlo todo, periódicamente. Su estribillo, por otra parte, se parece notoriamente a una jarcha, se supone que un tipo de canción popular en romance, de hace 10 siglos. El poeta árabe las introdujo al final de sus poemas cultos. Porque le gustaban. Porque los escuchó y esa escucha le escoció una herida en su mente. O porque, supongo, le provocaban una suspensión de juicio, que sus poemas, snif, no fabricaban. Vamos, que en esta canción que les propongo hay la prueba de compra -de 1000 años- de suspensión de juicio -mío; es posible que a ustedes también les ocurra; o no-, a través de un tema pop/ el mercado. Lo que indica que estas cosas que intento explicarles pasan muy frecuentemente. Enjoy.
[youtube ayR41cpmU1M 640 360]
0 Respostes
Si vols pots seguir els comentaris per RSS.