El balcón de casa se abre al viento de la bahía. Por algún misterio de la acústica llegan hasta este catorceavo piso los sonidos de la calle con extrema nitidez. Las canciones de los niños de la escuela colindante. Los fuegos artificiales de la sala de fiestas de la calle de enfrente. Los precios descarados del verdulero en la esquina. Los gruñidos de los boxeadores en el gimnasio de abajo. Los cuchicheos de los estudiantes de la facultad. Las averías del tramvía paralelo. Los cabreos de taxista en el cruce.
Como el desfase entre el relámpago y el trueno, se tropiezan los ojos ante la ciudad para encajarle una forma al sonido.
Sentada en el sofá, intento concentrarme en la lectura de un libro que parecía interesante y no lo fue. Los pies demasiado fríos, me levanto a ponerme calcetines. La boca seca, me levanto a beber agua. Los ojos cansados, me levanto a buscar las gafas. Una frase interesante, me levanto a buscar un lapiz. Hasta que ya no quedan excusas para distraer la lectura. Y entonces, por las rendijas, llega un susurro.
Una voz que habla en hombre y en mujer. Una voz que habla rabiosa y eufórica. Una voz que anticipa y reacciona. Una voz que no grita y sin embargo oigo. Miro por la ventana y la veo, es una voz que conspira en corro en un descampado. La veo entre la mezquita, la facultad y la biblioteca. Sin caras pero con cuerpos, se repliega la voz sobre sí misma esperando el momento. El minuto preciso en que la voz gritará justo después del silencio y justo antes de los gases lacrimógenos.
Cierro el libro, enciendo el ordenador, abro la ventana. Con medio cuerpo fuera, busco en el entramado de calles lo que los tweets están contando.
Como el desfase entre el relámpago y el trueno, se tropieza la gente con el humo de las fotos para ponerle calle a las imágenes.
Dice internet que la ley ha sido aprobada. En Egipto, en España. Lo que en las calles se hizo para llegar hasta aquí, hasta hoy desde el sofá, hasta hoy en el descampado, va quedando poco a poco prohibido. Dice la voz que susurraba antes y ahora grita, que en la calle y en el twitter poco vale lo que la ley diga. Aunque diga en castellano que parar deshaucios sale por 30.000€, aunque diga en árabe que quedan prohibidas las sentadas. Aunque diga en castellano que no se puede ofender a España, aunque diga en árabe que las ofensas civiles se juzgan ahora en tribunales militares.
Leyes de cemento para construir la pared de humo que fortalece la fortaleza de los que mandan sin poder. De quienes se apoderan del mando y nos mandan antidisturbios y lágrimas de bote. Nos mandan la regla que confirma la excepción. Dice la voz, tosiendo entre el humo de la calle, que por regla general el poder habla bajito y no se le oye hasta que está la ley firmada.
Como el desfase entre el relámpago y el trueno, se mueve el bigote sobre la boca que manda sin que las palabras tengan voz.
El bigote lo conocemos, le olemos el aliento a esta boca. Dónde está entonces la voz que le falta al ventrílocuo? De quién es la voz que susurra por las rendijas? La voz que se sienta, la voz que escracha, la voz que ofende. La voz que sube hasta mi casa, que me levanta del sofá y me llama a la calle porque si nos callamos nuestra boca es suya porque sus leyes ya son nuestras.
La voz que habla en hombre y en mujer, que anticipa y reacciona. La voz no encuentra quien la diga, porque no es de ahora y ha sido siempre.
Como el desfase entre el relámpago y el trueno. Que empiece la tormenta.
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