Ignazio Aiestaran / Ignacio Ayestarán
La destrucción del tejido social y la fragmentación de la existencia en las ciudades son un acontecimiento que va más allá de la gentrificación. Pequeños actos perforan la vida en común y dan lugar a una subversión del deseo que Deleuze y Guattari llamaron “microfascismos”, ese pequeño fascismo de banda, de gang, de secta, de familia, de pueblo, de barrio o de automóvil, del que no se libra nadie. Tres días en Barcelona han sido suficientes para percibirlos, aunque no porque sea una metrópoli que albergue alguna perversión especial, pues algunos de ellos también los he visto en Bilbao y en Madrid, en París y en Berlín.
El primer microfascismo me sobrevino de camino al Centre de Cultura Contemporània de Barcelona. Subiendo la calle para acercarme a la exposición dedicada a Pasolini y Roma, al lado de una papelera, un hombre de unos cuarenta años, con marcado acento inglés, pelo rubio enmarañado y ropa de varios días sin lavar, rebuscaba algo en una papelera. De allí recuperó los restos de un bocadillo, lo olió y, encogiéndose de hombros, empezó a comérselo, mientras se sentaba al sol.
El segundo microfascismo fue en una calle cualquiera con una esquina cualquiera. Al dar la vuelta, me encontré con un negro, de poco más de veinte años, que empujaba un carro de supermercado, en cuyo interior iba acumulando toda la chatarra y metal que iba recogiendo. Desconozco su lugar de procedencia, aunque seguro que los periódicos y las televisiones lo hubieran llamado “subsahariano”, pero yo me niego a usar esa ridícula y maliciosa etiqueta impuesta por los bienpensantes europeos “sobresaharianos”.
El tercer microfascismo me sorprendió de regreso al hotel. Ya de noche, cuando uno vuelve cabizbajo y cansado, se encuentra que una joven, entre veinte y treinta años, se cruza contigo en la oscuridad de la calle. Ella esquiva la mirada y con cierto temor acelera el paso. Tu incomprensión de su gesto es al mismo tiempo su huida ante el potencial peligro.
El cuarto microfascismo me ocurrió a mí mismo como parte desconcertada. Paralelo a la Rambla de Catalunya intento preguntar a una mujer cómo dirigirme a esa calle. Ella, pasados los sesenta años, intenta no demorarse a esa hora de la mañana, aunque observa mi camiseta, mis pantalones y mi mochila, mirándome de soslayo a mí, un varón blanco de unos cuarenta años. Ella, que parece ser de una clase más adinerada que la mía, con su cosmética y alhajas, rehuye el diálogo como si fuera a importunarla, como si la molestara o como si le quitara parte de su espacio vital, aunque al final me contesta algo breve, sin pararse apenas, y continúa su marcha.
Los cuatro gestos acaecieron en unos pocos días y pudieron ocurrir allí, igual que pudieron suceder en otros muchos sitios de esta Europa en crisis. Estos acontecimientos, aparentemente minúsculos, pero altamente significativos, son una muestra de ese fascismo cotidiano y generalizado que nos rodea e invade. Si se hace una lectura fenomenológica de cada uno de ellos, se aprecia que son más graves de lo que pudiera pensarse de su normalidad.
Quisiera primero recordar que Emmanuel Lévinas afirmó aquello de que todo rostro nos dice en primera instancia: “Heme aquí, delante de ti. No me mates”. Esa es la primera visión que una cara o un rostro nos dicen en un encuentro. Desde la perspectiva del microfascismo cotidiano, el primer rostro de ese vagabundo extranjero comiendo un bocadillo de la papelera me decía: “Heme aquí, delante de ti, consumiendo restos y desperdicios en esta Europa que ha roto las barreras y donde ahora la miseria no tiene fronteras”. El segundo rostro, el de aquel joven africano, me decía: “Heme aquí, delante de ti, sin papeles, recogiendo los restos de vuestra industria obsoleta, después de abandonar mi continente colonizado durante siglos”. El tercer rostro, esa joven que escapaba con sigilo, me decía: “Heme aquí, delante de ti, huyendo de todos los varones que han insultado y violentado mujeres bajo la comprensión de otros hombres”. Y el cuarto rostro, el de la mujer mayor y acomodada, me decía: “Heme aquí, delante de ti, no me importunes, ni amenaces mi existencia con nuevos problemas”.
Son reacciones que forman parte de nuestra vida cotidiana, que a veces ni apreciamos, pero que son también el preámbulo de otras acciones más graves que posteriormente vemos, escuchamos o leemos. Cuando luego sabemos que un vagabundo ha sido golpeado o quemado, que un inmigrante sin papeles ha sido desatendido o maltratado, que una joven ha sido violada o, simplemente, que alguien en apuros ha sido ignorado, no podemos hacer como si no supiéramos de ello. Miles de gestos pequeños, innumerables microfascismos, recorren esta Europa como un fantasma, como el espectro de la sociofobia. Por activa o por pasiva, ellos anulan nuestra capacidad de generar lo común, el grado cero de humanidad, que interpela: “No me mates. No me dejes morir en soledad”.
El fascismo es la sublimación política del nacionalismo, con una pizca de socialismo y otra de capitalismo de Estado. Quizá podría definirse mejor o de otra manera, pero no es eso lo que importa, sino comprender que propone un sistema político totalitario con ciertas características que le son propias. El modelo sería el fascismo italiano “à la Mussolini”, en el que podemos distinguir fases y variantes. El problema, el vicio, diría yo, es que se ha abusado mucho de la palabra “fascismo”, que a uno le llaman “fascista” tanto por un roto como un descosido. Al final, tanto “fascista” por aquí y tanto “fascista” por allá nos dejará con una palabra hueca.
Digo esto porque he leído “Microfascismos en la gran ciudad” y me ha gustado mucho. Porque retrata una realidad tremenda, que es la pequeña y permanente agresión que sufrimos… y que hacemos sufrir al prójimo. Estos “microfascismos” son pequeños gestos y a veces, verdaderas canalladas. Es no dejar el asiento a una abuelita en el metro, es reírse de un borracho, es un político hablando de austeridad con un reloj de pulsera que vale más que el salario medio anual de sus votantes, es tantas cosas.
Digo siempre que el hombre, sea varón o mujer, es clasista, racista y sexista. Sólo la educación y quizá la costumbre, la cultura o qué sé yo podrían ayudarnos a superar esta realidad intrínseca de la estupidez humana. El grado de superación de estas tres manías características del ser humano “primigenio” miden el éxito de una sociedad, y si no el éxito, la idoneidad, o la bondad, la belleza, como quiera llamarse. La justicia de una sistema político. ¿Cómo saber si una sociedad es justa? Poniéndote en la piel del “otro” y preguntándote si entonces la considerarías más o menos justa que ahora, por ejemplo.
Es un ejercicio difícil, que exige mucho trabajo y mucha constancia. Cuando abundan estos episodios que Ayestarán llama “microfascismos”, suenan las sirenas de alarma: ¡algo va mal! Si vemos, como estamos viendo, que estos “microfascismos” van a más, malo. Hay de qué preocuparse. Hay que hacer algo. Lo dejo a discreción del lector.
Pero estos síntomas de una sociedad enferma no son “fascismos”, ni micro, ni macro, ni siquiera “fascismos estándar”. Aunque la palabra “microfascismo” la considero “veramente ben trovata”, olé por la palabra, yo no la emplearía. Es algo sutil, sutil, pero no me parece que sea la palabra más adecuada para cada caso. Puñetero que es uno, qué le vamos a hacer.
La discriminación de la mujer, por ejemplo, la practicaba el fascismo, pero también el estalinismo, el nacionalsocialismo, la democracia liberal, el calvinismo de Ginebra o el Islam, entre otros. Que una mujer se sienta insegura al cruzarse de noche con el autor de este artículo es preocupante para el señor Ayestarán en particular y para los demás lectores en general, porque supone que todavía existe (o ha renacido) el miedo, la violencia, el desprecio, el abuso, la injusticia y la falta de libertad de las mujeres (como mínimo, de esta mujer). Pero de ahí a llamar “microfascismo” al embarazo de la pobre transeunte va un largo trecho. Porque la agresión contra la mujer no es fascismo, aunque sea despreciable.
Ya ven por dónde voy. Es una pura cuestión formal. Yo emplearía el término “microfascismo” al describir el funcionamiento de un campamento de “balillas”, el comité vecinal del Movimiento o el tipo que se cuela en la cola del racionamiento porque “usted no sabe quién soy yo”. Es decir, la expresión del fascismo en la vida cotidiana. Del fascismo, no de la estupidez humana.
Esa diputada del PP que exclamó “¡Que se jodan!” no protagoniza un “microfascismo”, sino una gilipollez. Si no una gilipollez, sírvanse ustedes mismos: una insensatez, una burla, una agresión, una ofensa… Algo despreciable, en suma. El tipo que no respeta a los peatones porque él lleva una bicicleta y ellos, no, es un ciclista, no un fascista. El automovilista que acosa a los ciclistas y casi los mata al pasar es un cabrón, por lo bajo, pero ¿un fascista? ¿Ven por dónde voy?
Pues, eso. ¿Me he explicado bien? Espero que sí y perdonen las molestias.
Han pasado 13 años desde que escribiste tu respuesta a ese articulo y aqui estoy, en Argentina – al otro lado del atlántico- leyéndote, y aplaudiéndote porque representaste tal cual lo que pensé al leer el artículo
perdón, 7 años
Me parece acertado que se pueda escoger un término u otro para describir las violencias y, sobre todo, que se busque precisión, sin abusar de los términos. En mi perspectiva, ateniéndome a los ejemplos que he descrito (no me atrevería a subrayarlo en otros casos que se describen en el comentario anterior), hay una posición decidida para adoptar el término “microfascismo”.
Exposición de algunos motivos razonables para ello:
1- Sin entrar a emplear citas excesivas, Deleuze y Guattari, siguiendo una idea original de Virilio, distinguen acertadamente totalitarismo y (micro)fascismo. Hay un fascismo que no necesita en primera instancia del Estado totalitario para ejercitarse. Así, por ejemplo, Karl Kraus fue capaz de detectar estos fenómenos, antes de que el fascismo se convirtiera en una ideología oficial.
2- Eso no es óbice para que luego un Estado o un partido se reapropien de ellos o, como dice Guattari, se forme un efecto de bola de nieve desde los “microfascismos”:
“El fascismo puede ser también considerado, independientemente de todas las determinaciones sociales y políticas, como la expresión de una acumulación, de una bola de nieve de microfascismos. Decir esto implica diferenciar el fascismo de otras formas de totalitarismo, de los totalitarismos neutros. El fascismo, por el contrario, es un totalitarismo hiperactivo.
En definitiva, la economía del deseo puede también desembocar en fenómenos de catástrofe, de agujero negro.”
3- Hay una dejación en los medios y en la prensa de los últimos 20-30 años del término “fascismo”. Curiosamente todo se engloba en nuevas fórmulas “neo-”: neonazismo, neofascismo, neofranquismo, … En realidad, todas ellas son eufemismos que remiten a un viejo hecho que antes se llamaba fascismo. Los politólogos y periodistas tendrán que explicar un día por qué ocultan viejas realidades con nuevos nombres.
4- El fascismo también se ha transformado desde la sociedad de producción y consumo. Sería vano no reconocerlo. En este punto es interesante lo que decía Pasolini. Si alguien tiene la paciencia de ver un vídeo de menos de 3 minutos, tiene esto: https://www.youtube.com/watch?v=elunBrIL1ro Ahí Pasolini subraya cómo el fascismo de Mussolini ha dado paso a otro tipo de fascismo antropológico, cotidiano también, pero radicalmente destructivo, incluso autodestructivo.
5- Sin entrar en consideraciones de definición, ni de excesivo rigor, un microfascismo es todo fenómeno que declara la guerra a la vida en común, destruye las redes de cuidado y empatía, anula las identidades, borra los rostros, fragmenta las sociedades e impulsa la sociofobia (ver: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=175197).
6- Una forma fenomenológica de resumir el punto anterior, con inspiración en la fórmula de Emmanuel Lévinas, es una expresión de doble reenvío: “No me mates. No me dejes morir en soledad”. El exterminio de lo común viene del deseo subvertido -aunque a veces sea bienintencionado-, que, sin embargo, acaba en pulsión de muerte, por acción u omisión, del otro o de la otra.
7- Me cuesta entender que muchos varones no vean el peligro del machismo como un fascismo contemporáneo (aquí no me refiero directamente al autor del comentario anterior). Que las mujeres por la noche al pasear tengan miedo de los hombres denota que hay un miedo a una violencia masculina omnipresente. Esta misma violencia es la que explota luego en las guerras y no es casual que los ejércitos sean un ejemplo de machismo dominante, tanto en su lenguaje como en su “virilidad”. La violación siempre ha sido un arma de terror y de guerra.
6- Por último, y para no extenderme. Todas esas ausencias, todos esos olvidos y todos esos silencios que intento aglutinar en la figura de los microfascismos (con sus mofas, sus escarnios y sus risas) han llegado a alimentar auténticas guerras civiles. Pongo una cita, para resumirlo con dos casos reales históricos:
“Encima se burlaron y se rieron en el exterminio. Ocurrió con muchas jóvenes y adolescentes, como la violación repetida y el posterior asesinato de Maravillas Lamberto, con 14 años, quien tuvo que presenciar primero la muerte de su padre y cuyo cuerpo desnudo fue descubierto por el olor y por los perros que ya habían empezado a desgarrar sus piernas. O como sucedió con María Camino Oscoz, la maestra comunista de 26 años, desaparecida en alguna sima de Urbasa, después de que los falangistas de Pamplona la detuvieran y la obligaran a beber un palmero de aceite de ricino, a carcajadas, y la pasearan, mofándose de sus escurribandas, ‘para gozo de transeúntes que ríen y aplauden la hombrada de los héroes del día’” (las citas las saco del artículo “Guerra, terror y escarmiento”: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=170787).
Acabo con agradecimiento: doy las gracias a la revista Nativa y a Jordi por la publicación del artículo, a Luis Soravilla por su atento comentario y a todas las personas que han leído el artículo, con independencia de su visión al respecto. Gracias, de verdad. Con los mejores deseos y sentido común,
Ignazio Aiestaran / Ignacio Ayestarán
Gracias Ignazio por el excelente artículo y por el comentario, y por recordar que el machismo es un fascismo.
Gracias por tantas atenciones. Uno aprende mucho y se lo pasa muy bien discutiendo (en el buen sentido del término).
Aunque un servidor limite el término “fascista” a cierta tipología de totalitarismo, es muy cierto que no surge espontáneamente, sino que se alimenta de una corrupción social, su caldo de cultivo. Ignazio llama “microfascismos” a las manifestaciones de esta corrupción; yo, no. Porque no todos los totalitarismos son “fascistas”, por ejemplo. Pero ¡calma! Estamos de acuerdo en lo esencial. Se llamen “microfascismos” o se llamen como se quiera, duele verlos a nuestro alrededor.
Repito, muchas gracias.
Reflexión nocturna: el microfascismo que ignora a la persona de al lado y que se prolonga hasta la fosa común del Mediterráneo (desde 1988 hasta 2013, más de 19.000 personas han muerto ahogadas), pasando por las alambradas de Ceuta y Melilla hasta Lampedusa.