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Un día de estos hará un año del asesinato de Gadaffi en Líbia, de la implosión de los combatientes touregs por el desierto saheliano, del golpe de estado del capitán Sanogo en Mali y de la mecha islamista encendida en la mitad norte de un país tan grande como dos españas y media.
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Desde que Maurice Béjart descubriera África como territorio válido para la danza contemporánea, se ha multiplicado el ámbito de investigación para bailarinas y coreográfas. Se ha embastado el circuito para una danza contemporánea africana que todavía miramos con cierto recelo.
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Dice Germaine Acogny, discípula senegalesa de Béjart: “tenemos arena, tenemos sol y bailamos. Todo va bien”. Una afirmación que contiene los tres ingredientes elementales de la receta: la tierra el cuerpo la luz. Y entre líneas, la chispa imprescindible: las ganas.
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Sin embargo bailar en este pedazo del mundo es una carrera de obstáculos en terreno minado. Locales de ensayo precarios, remuneración irrisoria, rechazo social, escasez de espacios de formación, visados denegados, programación irregular, fondos mínimos. Y la batalla íntima entre la carne y la ley de la gravedad.
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Hace unos días en Malí se ha celebrado el festival Danse Bamako Danse. Hace ya nueve años que dura este festín obstinado y excéntrico que llena la ciudad de gente que baila por los rinconces y porque sí. Bamako en estos momentos es una ciudad en estado de alerta, capital de un estado en desgobierno descabezado por el norte y alarmado en el sur, a la espera de una intervención militar. El lema del festival este año: Bailar para existir.
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Bailar en las calles de Bamako durante los diez segundos que dura la luz verde de un semáforo, contorsionarse dentro de las bolsas de hule que transportan las mercancías de norte a sur y de sur a norte, arrastrando una biga de madera entre las diagonales del escenario. Bailar como Cohen para dejar entrever la belleza cuando los testigos se han marchado.
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Discutimos acerca de la política de las políticas culturales. Analizamos cómo distribuir productos culturales en mercados estreñidos. Escribimos manifiestos sobre porcentages. Celebramos asambleas empujados por la dureza de los hechos. Y el estruendo de las caceroladas necesarias nubla la atención hacia aquello que no tiene nombre y lo reclama a gritos.
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Hacia aquel nudo que nos crispa el entendimiento, hacia la incertidumbre que todavía no sabemos traducir en canciones, hacia el escenario que nos mira con cara de interrogante. Hacia las ganas que nos empujan a bailar, cantar, escribir, componer, pensar, crear. Inspirar, expirar. Respirar para exisitir.
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