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Dignitas

Escrit el 03/04/2014 per Marina Garcés a la categoria el sol ho encén tot.
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Traducción de Dignitas

Durante la primavera de 2011 la indignación llenó las plazas de barrios, pueblos y ciudades de toda España, como lo había hecho antes en otros lugares del Mediterráneo y como lo seguiría haciendo después en otras ciudades del mundo. Desde entonces, no es sólo el sentimiento emocional de la indignación sino la experiencia de la dignidad en la lucha, en el apoyo mutuo y en el aprendizaje de la solidaridad, lo que se ha ido abriendo paso entre nosotros.

“Sembraremos dignidad”, prometía la okupación de un huerto urbano poco después del 15M en Barcelona. “Te pueden robar la voz, pero no la dignidad”, “Bienvenida, dignidad”, “The spanish Revolution: cuestión de dignidad”, son algunas de las expresiones de este levantamiento de la dignidad que ha desembocado finalmente en las Marchas de la Dignidad que el 22 de marzo de 2014 han confluido desde todos los puntos de la Península, en Madrid. Pero, ¿qué pone en juego la revuelta por la dignidad?

Desplazándose desde diferentes contextos, vidas y luchas igualmente afectados por la agresión, la humillación y la desposesión, las marchas reanudaban el gesto que hace ahora exactamente 20 años nos enseñaron los zapatistas desde la selva lacandona mexicana: el gesto de la “dignidad rebelde” que transforma a la víctima en potencia colectiva, la rabia en capacidad de construcción y el anonimato en un nosotros que desarticula los códigos, las jerarquías y las desigualdades que impone el poder. “No pedimos limosnas ni regalos, pedimos derecho a vivir con dignidad de Seres humanos, con igualdad y justicia como nuestros padres y abuelos”, afirmaba el EZLN el 1 de marzo de 1994. El 22 de marzo de 2014, sin armas, sin selva y sin el testimonio de padres ni de ancianos justamente tratados, porque aquí el maltrato y la injusticia son inmemoriales, las Marchas por la Dignidad entraban en Madrid bajo la consigna “Pan, trabajo, techo”.

Bajo la palabra dignidad, en cambio, “Pan, trabajo y techo” pasan a indicar un mínimo innegociable, un límite que de ser violado rompe todo consenso y toda regla del juego y desencadena la revuelta

En otro contexto, este lema hubiera sido escuchado como una reivindicación, como una demanda. Bajo la palabra dignidad, en cambio, “Pan, trabajo y techo” pasan a indicar un mínimo innegociable, un límite que de ser violado rompe todo consenso y toda regla del juego y desencadena la revuelta. Podríamos discutir la tríada, preguntarnos por qué se ha cambiado la libertad del lema original (Pan, trabajo, libertad) por el techo, qué significa trabajo hoy, etc, pero lo importante es que lo que se reclama dignamente no es un regalo, ni una limosna: la dignidad no se concede, ni bajo la lógica de la caridad ni bajo la de la subvención ni mucho menos bajo la de la línea de crédito. No hay usuarios ni clientes de la dignidad. Hay vidas dignas que se levantan cuando son violentadas. Como dice uno de los personajes más subversivos de Diderot, El Sobrino de Rameau, “Cada uno tiene su dignidad; no me importa olvidar la mía, pero según mi arbitrio, y no porque otro me lo ordene. Sólo porque alguien me diga: arrástrate, ¿yo me arrastraré? Los gusanos avanzan por tierra, yo también. Si nos dejan en paz, tanto ellos como yo nos arrastramos, pero si nos pisan la cola nos levantamos.”

La Wikipedia en catalán define la dignidad de la siguiente manera: “es el derecho innato de las personas a ser tratadas de manera justa y a reconocer su valía como seres humanos.”La tradición del derecho natural, su base cristiana y su formulación jurídica pedirían una reflexión que desbordaría este escrito, pero hay en estas líneas una afirmación que no podemos pasar por alto: la dignidad apela una manera de tratar y ser tratados que interpela a todos los seres humanos porque en su justicia (o en su ajuste, en su acierto) se juega el valor de la vida humana. Por tanto: en la manera como nos tratamos unos a otros, cada uno de nosotros, arriesgamos el sentido y el valor de toda la humanidad. Esto que puede parecer tan abstracto apunta dos ideas interesantes: la primera es que, aunque sea vivida individualmente, la dignidad es una virtud colectiva. Encarnándose en la irreductibilidad de cada vida humana, interpela a la vez todas las demás. Como escribía A. Camus en El hombre rebelde, “la indignidad de un solo hombre es una peste colectiva”. La segunda cosa que nos dice es que la dignidad no es un valor entre otros, sino la relación misma con el valor de la vida humana, siempre por definir y defender.

Como escribía A. Camus en El hombre rebelde, “la indignidad de un solo hombre es una peste colectiva”

El ser humano es esa bestia extraña que tiene la peculiaridad de poder sentir que su vida no es vida. La indignidad es sufrida como no vida (“esto no es vida!”, recoge el lenguaje cotidiano) y la dignidad puede ser defendida con el coste de la propia vida. A mediados del siglo XVI, un joven de Burdeos, Étienne de la Boétie, constataba consternado la indignidad de sus conciudadanos y de los habitantes de otros Estados europeos nacientes: “Oh buen Dios, ¿qué puede ser esto? ¿Cómo llamaremos a eso? ¿Qué desdicha es esta? Qué vicio, o más bien qué desgraciado vicio, ver un infinito número de personas que no obedecen sino que sirven, que no son gobernadas sino tiranizadas, que no poseen bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni siquiera la propia vida! (…) Así pues, ¿qué vicio monstruoso es ese que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra ningún nombre bastante vil, que la naturaleza repudia haber hecho y la lengua rechaza llamar?” Y añadía más adelante de El discurso de la servidumbre voluntaria: “¿Es esto vivir feliz? ¿Es esto vivir? ¿Hay algo en el mundo menos soportable, no digo ya para un hombre valiente, para alguien bien nacido, sino simplemente para quien esté dotado de sentido común o al menos de aspecto humano?” Es con esta pregunta, ¿es esto vivir?, como se rompe la cadena de la servidumbre, y esta pregunta, como dice muy bien La Boétie, está al alcance de cualquiera y nos concierne a todos. Esta pregunta no nace de un ideal ni de un horizonte emancipatorio ni de una proyección de futuro. Nace de algo más inquietante y más poderoso: el hecho de que el valor de nuestra vida no está determinado ni por la vida misma. Que ni Dios, ni el soberano, ni la naturaleza no han podido tasar nuestras vidas por nosotros.

La dignidad, así, no es una actitud ética de virtuosismo y respetabilidad frente a la suciedad del mundo: es un combate político, una guerra por el valor

Esto es lo que explicó muy bien otro joven del Renacimiento unos años antes que La Boétie. Desde Italia, Pico della Mirandola escribió un breve tratado que es conocido como El discurso de la dignidad del hombre. Se acostumbra a presentar como el texto fundacional del humanismo europeo. Y lo es, pero en un sentido que no siempre se suele escuchar y recoger. Lo que dice Pico, releyendo el Génesis desde la Florencia del siglo XV, es que el hombre es la criatura que no tiene forma, ni naturaleza ni lugar propios en el orden de la Creación. Dios hizo todas las criaturas y agotó los moldes, pero le faltaba algo: un interlocutor de su obra. Hizo al hombre, de-forme y des-ubicado, pero le dio un privilegio: tener que hacerse a sí mismo, tener que dibujarse el rostro cada vez, libremente. El hombre es así el ser que no tiene un valor predeterminado -puede ser lo mejor, puede ser lo peor- sino que se lo debe dar a sí mismo a través de su propia acción. “Oh, Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar, para que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves (…) No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informes y te plasmes en la obra que prefieras. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas. (…) ¿Quién no admirará este camaleón nuestro?”. La dignidad del hombre es, precisamente, no tener dignitas, no tener rango, no estar encajado en el orden de la creación y sus jerarquías y tener que levantarse.

Lo que hoy estamos viviendo es de nuevo este levantamiento: es el alzamiento de un ejército sin galones, de una tropa informe y deforme que no está dispuesta a que el valor de su vida le venga tasado. Ni índices bursátiles, ni índices hipotecarios, ni cifras de crecimiento económico, ni nacionalidades de primera, ni identidades reconocidas… No hay otro valor que el que juntos damos a nuestras vidas. La dignidad, así, no es una actitud ética de virtuosismo y respetabilidad frente a la suciedad del mundo: es un combate político, una guerra por el valor en el que nos va, como decía La Boétie, no sólo la vida biológica o la supervivencia, sino la vida vivible en este mundo. La revuelta de la dignidad es, así, la expresión hoy del anticapitalismo más radical: el que se niega a que nuestras vidas sean convertidas en meros recursos de explotación y de valorización del capital. “No somos mercancías en manos de políticos y de banqueros”… No se podía decir mejor, y así volvió a empezar todo aquella primavera de 2011…

 

* Este escrito es fruto de la conversación que mantuve con Jordi Solé i Blanc, Ivan Miró, Itziar González y José García Molina en las III Jornadas de Educación Social de la UOC.

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