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Article: ¿Nada como el directo?

Escrit el 01/08/2009 per Luis Hidalgo a la categoria Articles "Nativa".
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Nat 50 jul_09 Luís Hidalgo

Nos atreveremos con todo, pero jamás con la música en directo. Si existe hoy en día un tótem más incuestionable, intocable y sacrosanto, éste es el que indica que no existe momento artísticamente más único, experiencia más irrepetible y con mayor carga de significado artístico que ese momento mágico en el que un intérprete ejecuta ante su público la música por la que éste se ha reunido en su entorno. Más aún, en momentos de crisis de los formatos, cuando los músicos miran como único medio de supervivencia la celebración de conciertos, la música en vivo ha devenido verdad inalterable. Pero, ¿es el directo el momento verdadero de la música?, ¿es el único?, ¿cómo puede cambiar este hecho el avance de las tecnologías? Hoy  por hoy, las respuestas a estas preguntas aún están en el aire.

EL DIRECTO COMO GARANTE DE LA MÚSICA

Comencemos por lo más obvio, ya que ahora el soporte se está muriendo, en todos sitios escuchamos la misma canción: el directo salvará la música. La lógica indica que hoy en día casi ningún músico vende discos –salvo muerte inesperada-,  y que su única fuente de ingresos son los conciertos. Es por esto que las actuaciones han proliferado en los últimos años hasta el extremo de engordar la cartelera con decenas de citas. La superpoblación de conciertos y la crisis económica han obrado como freno de la alegría que lanzó a todos los grupos a la carretera y, al menos, la temporada estival 2009 está siendo un desastre para los grandes grupos. La pérdida del apoyo municipal, no olvidemos que los ayuntamientos son la fuente principal de contratación en España, ha dejado muy tocadas a esas bandas que por menos de una buena cantidad de dinero no se mueven de casa. Quizás por eso, los grupos medianos y pequeños, esos que están por debajo de los 18.000 euros, están moviéndose y actuando, mientras que los grandes nombres han visto descender de forma alarmante su contratación. La pregunta es ¿hasta cuándo puede un país como España mantener a tantos músicos en la carretera?, ¿cuando se saturará el mercado?, ¿existe público real para tantas bandas?

Esas son preguntas que deberán responderse mientras los grandes festivales se hacen con el control de las agendas de multitud de grupos o, al menos, de los extranjeros. Con las salas perdiendo, de forma paulatina, programación, hecho incontestable en Barcelona quizás con la única excepción del “Apolo”, los festivales solicitan sus estrellas y artistas de mayor reclamo en unos períodos en los cuales no pueden actuar en el país. El resultado es que hay muchos grupos extranjeros a los que ya sólo se puede ver en festivales. Este hecho entraría en contradicción con la máxima que indica que los conciertos irán a más con la desaparición del soporte, ya que hoy por hoy, los conciertos de bandas de perfil alternativo han disminuido. Así pues, el directo no garantiza grandes cosas.

Otra cosa es lo que debería ocurrir con las salas más pequeñas, esas que se encuentran en la frontera del bar musical y que abren sus puertas al músico sin que necesariamente sea famoso o, mejor aún, sin que ni tan siquiera desee ser profesional. Sólo la existencia de estos locales, garantes de la afición por la música en directo y vivero de nuevos artistas, ofrece vías de superación de la encorsetada situación de la música en directo en Barcelona. Y cito Barcelona porque consta que Madrid, que tiene menos salas con equipamientos homologables, gana por goleada por lo que se refiere a “garitos” donde se puede escuchar música en directo.

JUEGO EN LA DISTANCIA

Pero no es este el tema central de una reflexión a vuelapluma sobre lo que el directo nos deparará en el futuro más inmediato. Una tontería como otra cualquiera que a nadie se le escapa: los adolescentes de hoy en día no necesitan verse y estar juntos para disfrutar. A diferencia de otras generaciones no demasiado lejanas en el tiempo, los jóvenes de hoy en día se conectan por medio de la red, establecen relaciones virtuales y juegan y se relacionan sin necesidad de compartir un espacio físico. Esto resultaba impensable hace escasamente 25 años, cuando para socializarse no había otros espacios que las discotecas, los bares, los cines o, simplemente, calle. Hemos aceptado estos cambios sin pensar en las consecuencias que ello puede comportar. Sí, es cierto, pensar en estos términos puede ser, de hecho es, pura especulación, pero ¿por qué un chaval que juega a Call OF Duty en línea con un coreano y un finlandés ha de acabar pensando que un concierto será más guai si está rodeado de colegas que sudan a su alrededor?  Quizás eso ocurra sólo si sabe que hay personas del otro sexo presentes en la sala. Abundando en lo virtual, puede tenerse en consideración que el incesante avance de la tecnología podrá ofrecer en un período de tiempo más o menos corto dispositivos capaces de grabar y reproducir en vídeo y audio espectáculos que ya no necesitarán la presencia física para experimentar las sensaciones que para otra generación sólo se vivían estando en el lugar. Y es que estar es un verbo cuyo sentido parece lógico que cambie a medida que la tecnología aumente nuestra vinculación virtual. De hecho, la proliferación de conciertos virtuales en la red resulta cada vez más notoria.

Pero estas especulaciones forman parte del futuro, si es que llega en esta forma. El presente, ese que marca el contacto físico como elemento central, permite otras reflexiones. Porque, aun contando con que la presencia en el mismo lugar que el artista sea positiva y estimulante por definición, cabría preguntarse el por qué de este plus. En muchos casos la respuesta iría más vinculada a cuestiones antropológicas y/o derivadas de la mitificación de los artistas que del propio hecho artístico en sí. ¿Ver a Bon Jovi en un estadio tiene efectos artísticos positivos porque sí, por definición? No hablamos tanto de artistas que usan las masas en su favor, caso Bruce Springsteen o, en menor medida, de unos ACDC que resultan más ardorosos e impactantes en la formulación de su Rock primitivo cuanta más sea la gente que menea la cabeza, sino de artistas que simplemente actúan ante más gente porque son populares y no efectúan cambios sustanciales de espectáculo por este hecho. Pensar que ese momento resulta musicalmente más interesante que escuchar el disco en casa o en el mp3 es, cuando menos, aventurado.

¿GRANDE O PEQUEÑO?

Por contra, suele establecerse de manera automática que a medida que disminuye el tamaño del recinto aumenta la comunicación y la espontaneidad.  Cierto, pero no se debe olvidar, que los propios artistas utilizan de forma tópica el asunto del tamaño, arguyendo lugares comunes como A) “la proximidad”, B) “el calor del público” o C) “la percepción de las miradas”. Estos argumentos, en ocasiones utilizados por quienes no tienen más remedio que actuar en lugares diminutos, pueden ser desmontados porque A) un escenario siempre marca distancias –las distancias son siempre relativas y en la mayor parte de los casos mentales o simbólicas-, B) porque ese calor pocas veces afecta de verdad al guión de un concierto y, en todo caso, quizás den más calor 100.000 personas que 10 y, finalmente, C) eso de la mirada no se sostiene si hay un solo foco encendido –todos sabemos que los artistas no suelen ver nada debido a la luz que les ilumina y deslumbra-. Por eso, el manejo de las giras “de teatro” o de las distancias cortas suele ser bastante artero. Por añadidura no resulta razonable despreciar los grandes recintos, en los que se gana  esa pasión derivada del sentimiento gregario y social de la raza humana. Formar parte de una masa puede no permitir que uno se signifique, pero si se pierde la individualidad de vista, se ganan muchas otras cosas. Por eso podría resumirse que cada uno puede optar por recintos grandes o pequeños como espectador pero, al mismo tiempo, habremos de aceptar que cada uno de ellos tiene sus ventajas y desventajas, y los grandes no son malos por definición pese a que requieren una determinada estética y perjudican los estilos y artistas de carácter más intimista.

¿TOCO O LA MONTO?

De lo que no hay duda es que en los escenarios enormes resulta más disimulado el uso de recursos que refuercen al artista en sus prestaciones. De Madona siempre se ha comentado que puede usar playback porque de otra manera no podría correr  tanto por el escenario. Los Stones de la última gira resultaron un pequeño fiasco simplemente porque por razones biológicas Mick Jagger ya no puede correr, tocar la armónica y cantar a la vez. ¿Es lícito el uso de estos recursos? La pureza tradicionalista  indicaría que no, pero hay casos que merecen la pena ser valorados. Por ejemplo, el de Pet Shop Boys, una banda cuyos espectáculos, concebidos como vinculación entre música e imagen,  son excelentes muestras de adaptación del concierto a los nuevos tiempos. Ante un despliegue de imaginación y talento como el que suelen ofrecer Neil Tennat y Chris Lowe, ¿resulta pertinente preguntarse qué porcentaje de lo que suena está pregrabado? Y si, como parece, hacerse esta pregunta tiene el mismo sentido que valorar la reciente visita de U2 a tenor de las molestias que sus ensayos causaron a los vecinos, ¿no será hora de que se comience a reconsiderar lo que significa “tocar en directo” a estas alturas de siglo? ¿De qué ha servido la música electrónica si no es, entre otras cosas, para iniciar una reflexión en la que el mérito no esté solamente  vinculado a valores que ya existían en tiempos de Mozart?

SUENA COMO EL DISCO

Por otro lado, la industria del directo ha ido evolucionando hasta el extremo que también hoy resulta aventurado vincular necesariamente el concierto con la improvisación. Se suele hablar de artistas que improvisan no tanto cuando estos interpretan de distinta manera sus piezas, sino porque simplemente no hacen cada noche el mismo repertorio. Eso ha acabado siendo la improvisación. No hablamos ya de un Charlie Parker que cada noche sonaba distinto al hacer piezas distintas, sino de un artista que no se repite en su repertorio. Y de estos hay más bien pocos, porque cuando se comienza una gira, el repertorio apenas suele variar de inicio a fin. Eso de que el artista se retroalimenta con la reacción de su público deberíamos de ponerlo en cuarentena o dejarlo vinculado a los espíritus más hippies. En realidad, los conciertos en directo están tan pautados y tienen un ritual tan asumido que cuestiones como el bis, la petición de que el público coree las canciones o los saludos del artista hacen de los mismos una mecánica realmente anodina. Eso por no citar aquellos artistas que por repetir repiten hasta los chistes.

Por otro lado, en muchos casos la interpretación que se hace de los temas no difiere en exceso de la que ya se puede escuchar en el disco. Puede que en este caso nos encontremos con un sabio de la vieja industria, que se sentía reconfortada cuando los artistas hacían sus temas de forma que evocasen a los discos, facilitando así su promoción. Hoy queda claro que el disco es una mera excusa para salir a la carretera y que nadie piensa en vender soportes sino entradas. Aún con todo sea por no correr riesgos, sea porque los gustos del público son conservadores y prefieren escuchar las canciones tal y como las han memorizado, sea por mera vagancia, no se suelen dar muchos casos de reinterpretación de una pieza cuando ésta llega al escenario. Por lo general, suena más o menos como en el disco y esta fidelidad produce placer en las grandes multitudes, que ven recreados en público sus recuerdos hechos canción. Por otro lado, no podemos olvidar que en el caso de las grandes giras, los montajes son tan sofisticados que no hay literalmente espacio para la variación, ya que cada canción tiene un efecto, una iluminación o una coreografía. Y entonces no estamos ya hablando tanto de música como de un espectáculo.

¿MATA EL ESPECTÁCULO A LA MÚSICA?

Hablemos, pues, del espectáculo, elemento que ha  ido creciendo en importancia hasta sepultar a la música que lo sostiene. El ejemplo más palmario sería el de la reciente gira de U2, promocionada como si fuese un circo (el mayor espectáculo del mundo) y valorada por la prensa apelando de forma exclusiva al tamaño del montaje. En cierto modo, Bono y compañía consiguieron convertirnos en unos Paco Martínez Soria mirando los rascacielos de Manhattan y, de paso, lograron que se ocultasen disfunciones tan garrafales como que el escenario giratorio no giraba, que centenares de personas situadas a su espalda sólo les vieron la nuca y que, en general, el grupo se mostrase incapaz de llenar de contenido aquel desparrame de medios. Fue un claro ejemplo de cómo el montaje se convierte en dueño y señor de los escenarios. ¿Es ese el activo de un concierto?

Que conste que tampoco es mi deseo ir al otro extremo: manifestar que sólo la música importa. Cuando lo que vemos apela a miles de personas, parece casi imprescindible ofrecer alimento visual que complemente el mensaje sonoro. Las canciones y la interpretación siguen siendo centrales, pero a medida que aumenta el tamaño de los locales el espectáculo gana importancia. Ocurre que debe existir una vinculación entre la música y la pirotecnia que no siempre se establece o, mejor dicho, que sólo algunos artistas saben establecer. Entonces, las reflexiones han de ampliarse a todo el montaje y la visión ha de ser totalizadora. En algunos casos la presencia en el lugar aumenta el cúmulo de sensaciones que alcanzan al espectador, enfebrecido por el contagio de una multitud cercana al paroxismo.
¿Es entonces el concierto grandilocuente y enorme el único que justifica el pago de una entrada? No, por supuesto, pero sí parece ser el único que provoca unas sensaciones audiovisuales imposibles de reproducir en casa. Quizás por aquí viene esa campaña promocional de los U2, quienes, como muchos otros artistas, han convertido sus giras en eso que ahora se llama evento, término que en castellano significa eventualidad, hecho imprevisto o que puede acaecer; sin embargo, en el español de algunos países latinoamericanos significa suceso importante y programado, de índole social, académica, artística o deportiva. No hace falta indicar de dónde hemos tomado el significado.

La cuestión es que el mundo está cambiando ante nuestros ojos y bajo nuestros pies, pero nosotros seguimos aferrados a verdades que no necesariamente resultan inalterables. Sin que de nada de lo antedicho el abajo firmante esté seguro, sí que forman parte de una constelación de dudas que no se resuelven afirmando que no hay nada como el directo.


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