Justo antes que comenzara el solsticio de invierno, hace ya casi un año, en medio de meses asfixiantes, nos reuníamos un grupo de mujeres, en un curso de diálogos entre arte y filosofía que desarrollo en EINA, Centro Universitario de Diseño y Arte de Barcelona, para pensar juntas en torno a los cuerpos; en particular, la idea del cuerpo como aquello que desborda y que vierte. Y desde ahí también pensar los cuerpos fragilizados e invisibles –cuestión que se ha agudizado con la crisis de la pandemia–, sobre todo desde una nueva desconfianza que se asienta sobre la idea de la peligrosidad y amenaza de los cuerpos y su creciente obsolescencia.
Las sospechas sobre el cuerpo tienen una larga, densa y estratificada historia en la tradición occidental, desde las primeras divisiones entre el mundo sensible e inteligible, jerarquizando la razón y ubicándola en un lugar privilegiado de gobernanza sobre las pasiones y la vida desorganizada. Una advertencia no deja de repetirse: no debiéramos confiar en nuestros sentidos, el conocimiento que nos da el cuerpo es cambiante, los deseos son engañosos y el placer nos aleja del bien y de la felicidad.
Practicar las virtudes ha pasado históricamente por domesticar al cuerpo, por adquirir hábitos que nos permitan comportarnos de acuerdo a la razón que domine nuestra parte animal, la dimensión apetitiva de la existencia. Este rechazo o negación del cuerpo ha marcado un modo de organizar nuestra sensibilidad, pero también nuestro mundo; en particular, sus modos de producción y de subjetivación: una normatividad que niega el saber del cuerpo y su potencia. Una historia de relaciones regida por este imperativo que establece las que se supone son las relaciones correctas y que distribuye la posición que deben ocupar los cuerpos: estar donde se les espera. Una técnica de ordenamiento que ha visto su máxima expresión en la racionalidad del pensamiento moderno y las categorías de la abstracción en donde la tendencia es la de borrar todas las singularidades de los cuerpos ruidosos, diversos y multiformes.
En la historia del pensamiento occidental, probablemente es F. Nietzsche quien vuelve a poner el cuerpo en la pulsación de la reflexión, rescatándolo de un largo olvido. En la época contemporánea diversos cuerpos han hecho de sus propios cuerpos su campo de batalla: hacer lugar es poner el cuerpo.
El cuerpo es la configuración de una repetición de gestos y movimientos que lo van constituyendo. Los individuos no son la suma de sus impresiones generales, sino la suma y el desborde de sus impresiones singulares. El cuerpo es siempre un umbral de variación, por ello el desafío que nuestro tiempo nos impone es situarnos en los bordes en donde desbordar desde lo micrológico las identidades que se nos asignan. Desborde que por desagregación o por exceso puede bascular la tensión entre distancia sin distanciamiento.
Las normas aspiran a crear un círculo entre obediencia y utilidad del cuerpo que diagrama un trabajo sobre nuestros movimientos, sometiéndolos. Por ello, hoy la pregunta por los cuerpos vuelve a ser urgente. La crítica exige salir de su lugar de denuncia para asumir un compromiso con una imaginación material que explore diversas estrategias desde las que desanudar las renovadas formas en las que se teje el poder.
En el transcurso de los diálogos que sostuvimos durante los días de nuestro encuentro, Ana Cecilia González, desde una contraintuición, nos proponía la comprensión del cuerpo como algo que nunca está dado, en cada caso requiere ser habitado, cosido, articulado. De ahí también la importancia de preguntarnos a qué sirven los cuerpos hoy, qué usos y estatutos se les otorgan y a qué lugares se les convoca. Recuperando el sintagma lacaniano que tener un cuerpo es poder hacer algo con, ella recuperaba esta reflexión para introducir la cuestión de que con el cuerpo que tenemos nos vemos compelidos a hacer algo en cada momento, desde el gesto más cotidiano, más normalizado hasta usos subversivos de torsión de esos cuerpos. El desafío entonces, es cómo estar a la escucha de esos síntomas no para eliminarlos, sino para hacerles lugar y poder oírlos. Los mecanismos y las técnicas para crear consistencias imaginarias de los cuerpos son múltiples, su influencia es poderosa en nuestro goce y nuestro deseo. Sin embargo, siempre hay restos que no encajan, que no se adecuan, que incomodan, que exceden.
Qué hacer con este cuerpo que somos no es una construcción de una subjetividad voluntarista, sino que cada cuerpo cuenta y cada cuerpo hace como puede a partir de las herramientas que tiene a su mano. El cuerpo se gesta en su propio trayecto, trayecto que en la mayoría de los casos no se escoge sino que atraviesa. El cuerpo es un proceso siempre inacabado por el cual se conforma en su reiteración, por sedimentación, pero también en su propio décalage entre una apelación a lo que cita y el margen que permite su variación.
No somos un cuerpo, lo tenemos. De hecho, la mayoría de las veces la relación con nuestro cuerpo es la de una pregunta abierta que no cede.
Los cuerpos han tenido diversos modos de transgredir lo que se entiende como saber en cada época. El cuerpo insiste para ser obstáculo a lo que se impone, se opone al amo. Toda sublevación se nutre de hacer falta al amo, este cuerpo que yo porto transgrede sus normas. Uno no dispone de su cuerpo, de ahí que el reto principal sea poder sostener un cuerpo [1]. El cuerpo se presenta entonces como algo con lo que hay que lidiar, gestionar cotidianamente y que no se deja leer.
Cómo se definen los cuerpos adecuados y los que no lo son. Maite Garbayo en su análisis afirmaba que el cuerpo insiste desde sus fluidos, sus desechos, sus restos. El cuerpo de la histérica le muestra al médico que su saber es parcial, reclama fundar un afuera de la medicina desde sus agujeros y sus huecos. Desde unas tensiones y dialécticas particulares desde las que el cuerpo solo puede expresarse desde sí. Desde esa extrañeza y desde ese no caber, el cuerpo produce efectos sobre la realidad.
Pensar una potencia de lo corporal no puede dejar de problematizarse la clase y las exclusiones raciales. Subjetivaciones políticas que se anclan en la vulnerabilidad y que se dejan afectar por la diferencia, no solamente desde una aproximación conceptual. Así también los cuerpos que se ausentan comprometen una aparición, también hay una potencia en no querer ser visto, hay allí una operatividad política.
Lucía Egaña, desde su propio cuerpo como campo de batalla, ha desarrollado un amplio trabajo en el que cada vez, compromete diversas formas de poner el cuerpo para recorrer esas madejas de dispositivos y discursos que trazan nuestros cuerpos y sus geografías afectivas. Diversas disciplinas y múltiples tecnologías imponen -desde una anatomía del detalle- sus normatividades sobre y entre nuestros cuerpos. Desde la ira, la letra, la palabra, las imágenes, el porno, interferencias visuales y el desborde de los cuerpos normativos, las representaciones y los imaginarios del deseo, su trabajo va torciendo los contornos de la moderación y la modelación desde las que incorporamos modos de funcionamientos de la corporalidad.
Fragmentos de la carne, trozos que contienen la estabilidad de todas las cosas: pelos, marcas, cicatrices, asimetrías, que incumplen en la responsabilidad de su propia representación, goza en un sentido extraviado de la coherencia. Cada embestida como atentado a la corrección, no como prácticas reactivas, no se trata solo de una respuesta a la heteronormatividad, lo que interesa es los territorios que construimos para explorar nuestro propio placer.
Más allá de las relaciones conflictivas y amorosas que podamos tener con esa parte propia que es el cuerpo, ella aviva la memoria de que en la piel se manifiesta la condición interficial. La piel es aquello que no podemos ver si no es como mediación con lo que contiene. Los cuerpos portan conocimientos desafiantes, que amenazan los centros de poder. La piel es un borde que siente (Ahmed, Stacey, 2001). Desde ese borde, especialmente desde los bordes fallidos y restos que se reclaman dentro de lo posible, colectivamente, en un enjambre de gestos de autodeterminación de la caja-cuerpo.
Desde este pensar con el cuerpo, el cuerpo se va gestando, “mi cuerpo es un campo de batalla”, desde el exceso como demasía, Lucía nos proponía pensar en los dispositivos como programas, que se transmiten como si fueran programas, pero no se nos explica cómo abrir un código y cómo se construye de forma situada. Exponerse es parte del procedimiento de esta apertura de códigos. La desnudez y el cuerpo pueden cambiar de signo en esa exposición.
Comparto estos apuntes, notas siempre parciales de esa experiencia de reflexión colectiva, no como síntesis sino una inscripción singular que considero pueden contribuir a abrir preguntas que urge hacernos. En estos tiempos en que la normalidad se presenta como un valor, incluso como un deseo, es perentorio oír la comunidad de saberes de nuestros cuerpos, defender fehacientemente la necesidad de sus encuentros.
Dudo que nuestro deseo sea de normalidad, en realidad es deseo de vida, porque en muchos sentidos nos hemos quedado ‘sin mundo’, en el decir de H. Arendt. La cuestión es también cómo no quedarnos sin cuerpo. Los cuerpos que en su encuentro desbordan y abren paso a lo imprevisto, cómo pueden seguir ejerciendo su potencia hoy en medio del distanciamiento y la cada vez más reducida posibilidad de encuentros físicos.
[1] Notas de la sesión proferida por Ana Cecília González
0 Respostes
Si vols pots seguir els comentaris per RSS.