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Un bosque

Escrit el 11/02/2019 per Marta Vallejo a la categoria Una habitación libre.
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Bosc de les fades. 2018

A l’entrada del bosc em vaig aturar, al peu del tallat que fa el sol de l’ombra.[1]

Creo que tenía diez años porque no hacía mucho que había aprendido a montar en bici. Eran unas vacaciones que caían en primavera, cuando hace un poco de sol y peleas tus anhelos de manga corta con la precaución maternal de chaquetita. La tropa de niñas de la última calle del pueblo salimos en tropel a excursionar por el camino del río que ha marcado las costuras del lugar desde antes de la autopista y las vías.

Entonces el río no era un río, sino más bien un hilillo de agua que a veces bajaba azul y a veces verde y a veces roja, en función de los tintes que vomitaran las fábricas textiles de la comarca. El camino del río tampoco era un camino, sino más bien las marcas que dejaban la insistencia de las ruedas de las furgonetas y los 4×4 de los vecinos de más allá de las afueras. Y aunque no fuera un camino, se desprendían de sus márgenes unos senderitos como afluentes de tierra pisada por los paisanos en el ir y venir hacia el chamizo.

Valientes y asilvestradas con bocata para merendar en la mochila y lupa para mirar bichos de cerca, vimos un sendero que no habíamos visto nunca antes. Probablemente porque ese meandro del río seco quedaba más allá del radio de seguridad que nuestras familias nos marcaban así a ojo antes de salir a la calle. Empezamos a pisar la hierba con nuestras patitas llenas de arañazos vacacionales y a las zarzas las sucedieron unos troncos finos y altísimos, interminablemente rectos hacia el cielo.

En silencio, seguimos adentrándonos en ese lugar callado donde ya no era primavera de camiseta de verano y no se veía el azul y el suelo estaba cubierto de nubes. Mirando hacia abajo no nos veíamos los pies, todo un manto de espuma de polen que escondía el encaje entre los troncos de los árboles y las hojas muertas que sólo intuíamos porque las oíamos al pisar. Había rayos de sol que por primera vez en nuestra vida tenían la misma forma que cuando los dibujábamos, cayendo oblicuos por entre unas ramas casi invisibles de tan lejanas.

El bosc de les fades. Nuestra tropa de niñas de los noventa no dejó pasar la oportunidad de vivir una aventura como las de la tele sin efectos especiales, pero con todos los recursos de la lengua para fijar y crear tradición. Nombramos el lugar y dimos por inaugurada nuestra propia leyenda de meriendas secretas en bosques encantados.

 

Tot caminava cap a l’estiu, cap als verds que s’enfonsaven bosc endins.

Nuestro terreno de juego se iba expandiendo con cada cambio de estación, las niñas de la última calle del pueblo empezaban a visitar los dominios de los niños de la calle del medio y subiendo, subiendo, llegamos a la plaza mayor siendo casi adolescentes. Desde después de cenar y hasta una medianoche que cada día renegociábamos con nuestras familias, jugábamos a cualquier juego que nos permitiera correr por toda la extensión de una calle que era un mundo y una plaza que era nuestra.

Con cada nuevo tramo de calle que conquistábamos aparecía un puñado de niños que pasaban a formar parte del reparto de polis y cacos de la tribu de la noche. Decidimos quiénes eran nuestros mejores amigos, y mientras no volvía a abrir la piscina del pueblo, empezamos a planear excursiones al bosc de les fades. Llenamos las mochilas con bocadillos, zumos, pipas y chuches, nos dimos cita junto a la fuente de la plaza y retomamos el camino que no era camino junto al río que no era río hacia el bosque que seguía siendo bosque.

Pero se había quedado sin hadas. Tras las zarzas había árboles y bajo los árboles había hojas, pero se había desvanecido la alfombra de nube y el sol ya no acuchillaba por el costado, se limitaba a motear islas en el suelo. A los amigos nuevos les pareció bien el lugar y nosotras nos callamos el desengaño. Por lo menos teníamos un nombre, una tradición y una cantidad equivalente de niñas y niños en el grupo. Seguimos yendo de vez en cuando al bosc sense fades y en la mochila empezamos a meter el discman y el tabaco.

El hacer grupo se sostenía sobre la simetría frágil de las tradiciones adolescentes: siete novias para siete hermanos, del barrio de arriba y el barrio de abajo, un par de mellizas a la greña y dos chicos igual de guapos. Uno más de basquet que de fútbol y otro todo lo contrario. Uno moreno que memorizaba citas de Azaña, uno rubio que flipaba con los ojos de Mussolini.

Con el vaivén de gustarse en el bar del pueblo, unos prefirieron cervezas y otros malibú con piña. Un puñado hizo bachillerato y otro puñado fue a módulos. Una amiga se casó y se quedó embarazada o viceversa, un amigo dejó a su novia para tener novio, el moreno se tiñó el pelo azul y empezó a reponer estanterías en el súper y el rubio se rapó y entró a turnos en la fábrica.

 

Li vaig preguntar si sabia què era el temps i em va dir, el temps sóc jo, i va dir, i tu.

Dejamos de negociar la medianoche y la noche se quedó sin verjas, más allá de la plaza mayor descubrimos el pueblo vecino y la comarca. Mis amigos recorrían las distancias en moto primero y en coche más tarde. Yo seguí yendo en bici por caminos que no eran caminos pero llevaban cada vez más lejos del pueblo de los fines de semana.

Pasado el tiempo volví a hacer la romería de mi misma hacia el bosque y el río traía agua incolora inodora e insípida, el camino se llamaba itinerario saludable, y al final del sendero había zarzas pero no quedaban árboles. La ausencia de los árboles me obligó a ver el bosque que nunca lo había sido, porque era terreno propiedad del dueño del supermercado que era concejal y dibujaba las hipotenusas del polígono industrial. Era superfície, criadero de árboles que eran troncos que eran madera de a tanto la tonelada.

Talados los árboles habían arrancado las raíces y las quemaron en una hoguera que ardió durante un día entero haciendo temblar el aire a pocos palmos del suelo. Al calor de esas brasas creció una hierba inquietantemente regular que aquel día me llegaba a los muslos. Y me acosté y cerré los ojos y escuché los puntitos de luz que me rozaban la cara entre la hierba con los rayos de un sol dibujado.

Me oía la respiración y las verticales de hierba fina y altísima, interminablemente recta hacia el cielo contenían el silencio de entrar al bosque. Se iba pegando al cuerpo la humedad del pasto y se pegaba al oído una escucha tupida y atenta en la que árboles, carbón, hadas y hierba eran simultáneamente ciertas. Una escucha abierta y profundamente política.

La política de este compromiso sonoro es la política de lo invisible. Responde a la demanda de la oscuridad, cuando hemos perdido nuestro anclaje en cosas y reglas, y nos vemos obligados a suspender nuestros hábitos y valores, escuchar para percibir la compleja pluralidad de lo real como posibilidades simultáneas que incluyen también imposibilidades: lo que no tiene parte en una realidad singular, y nos hace reconsiderar también la parte que desempeñamos nosotros mismos[2].


[1] La mort i la primavera de Mercè Rodoreda, para decir el bosque como un cuchillo afilado.

[2] Salomé Voegelin, The political possibility of sound.


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