Fui al festival OVNI y a media sesión se me ordenaron ideas con las que llevaba mucho tiempo viviendo. Las he apuntado. La relación de ideas no habría sucedido igual sin el cuidado y el arrojo con el que se celebra el OVNI, esta manera de compartir vídeos y rituales. “Planteado no como una programación habitual de vídeo sino como un ritual de paso donde las visiones (vídeos), los textos, sonidos, rituales y respiraciones se entrelazan con silencios y oscuridades compartidas. (…) A fin de no escindir la muerte de la vida, iniciaremos cada día el viaje por las puertas del sueño -hermano gemelo de la muerte- y el trance, adentrándonos en los rituales de despedida y disolución del cuerpo…”
hay que tirar el castillo de arena y volver a comenzar. conseguir una repetición que se gire contra sí misma y genere diferencia [1].
Una mañana laborable de verano llamaron por teléfono para avisarme que A había muerto. La última vez que nos vimos yo llegaba tarde al trabajo y él llegaba tarde a un ensayo. Recuerdo a qué altura del carrer del carme nos cruzamos y recuerdo que quedamos en vernos algún miércoles en la jam del vecino. Pero al terminar un bolo, A se quedó dormido conduciendo de vuelta a casa.
Siempre me he preguntado qué pasó con su vida durante el rato que A estuvo muerto sin que nadie lo supiera. ¿Por dónde anduvo su muerte mientras él moría en la carretera pero vivía en su novia que le esperaba en casa y en sus padres que contaban con verle por la mañana? ¿Qué parte de A floreció en el tiempo que fue muerto y fue vivo?
La entrada del tanatorio era como la salida del instituto. Hermanos, amigos, amores, padres, madres, maestros. Una muestra muy representativa de toda la vida que A dejaba de vivir. Y de toda la vida que hemos vivido con él, siendo el recuerdo de un amigo vivo y nuestro primer amigo muerto. Esa misma tarde paseando con mis padres cerca de Santa Maria del Mar les abracé con cuerpo de casi treinta años y les dije con voz de casi tres “no us moriu mai”. Después pensé que “si pudiera viviría dos muertes, para morir dos vidas” y hacerlo mejor el día del estreno. Pero al final no.
La separación nace siempre de lo más próximo y en lo más próximo [2].
Estaba sola en casa tomando el sol cuando llamaron para avisarme que N había tenido un accidente de tráfico en el cruce de la rue 10. Entré en su cuarto, encontré su pasaporte y sus papeles del seguro y salí corriendo a buscarla. Corrí tanto que cuando llegué a la esquina de la rue 10 para comprobar que la ambulancia había llegado antes que yo, me di cuenta que había olvidado ponerme bragas.
Meses antes había ido a comer a casa de mis abuelos para explicarles que me habían dado una beca y me marchaba a vivir a Dakar. Mi abuelo estaba muy enfermo, hablaba ya menos de lo poco que solía hablar y me dijo “aleshores ja no ens veurem”. Nos abrazamos y le dije que no, que vendría a verle en navidad. Pero l’avi siempre tenía razón y falleció en noviembre.
Sin bragas, sentada en los pasillos del hospital de Grand Yoff, esperaba que atendieran a N con su cabecita abierta y su pierna descoyuntada. Se abrió la puerta de una de las consultas y salió una camilla custodiada por una joven que lloraba. Primero vi pasar los pies negros que asomaban bajo las sábanas blancas, después las manos arremolinadas sobre el pecho y finalmente su cara muerta. Y mientras se lo llevaban pasillo abajo reconocí en el cadáver de un anciano senegalés el rostro muerto que no le había visto a mi abuelo.
De vuelta a Barcelona, después de comer, l’àvia saca la caja roja de los tesoros donde guarda nuestras mañanas infantiles rebuscando entre sus pendientes de bisutería y las cadenas del reloj de bolsillo de mi bisabuelo. Y aparece la funda de las últimas gafas de l’avi. La abro y en la tapa con sus letras de señor antiguo había escrito “DAKAR”, para no olvidarse de lo cerca que nos veíamos de lejos.
Somos un querer vivir, es decir, una pregunta abierta [3].
K todavía no tenía treinta años y ya había intentado morir una vez, pero le interrumpieron. Y desde entonces, cuando está realmente contento sonríe y explica que en árabe su nombre significa “inmortal”. Cuando le conocí nos enamoramos como si fuera broma aunque nos abrazáramos con gran seriedad.
Estoy tumbada en el suelo de un museo tapada con una manta, llevo más de tres horas viendo películas a oscuras rodeada de desconocidos. Hemos visto en bucle el gif de una niña que descubre su sombra, se asusta y corre intentando zafarse de sí misma. La primera vez es gracioso, la segunda es poético, la tercera es perturbador, la cuarta es un espejo. Cuando el gif termina, el silencio se llena con paisajes sonoros y la escucha se parece a las madrugadas frente al mar con K: sin hablar, sin tocarse, oyendo el plano fijo del mar y el cielo y el horizonte.
Abro los ojos y en la pantalla se sucede un interludio de frases sobre el camino de la muerte: anar cap a la mort com anem cap a l’amor. Y recuerdo un sábado largo de esos que pasan sin pasar para que las cosas sucedan. En la cocina, K preguntó “¿por qué me quieres?” y yo supe al responderle que era “porque todavía hay algo que no entiendo”.
[1] El gesto absoluto. El caso Pablo Molano: una muerte política. Santiago López Petit. p. 65
[2] Ídem p. 76
[3] ídem p. 86
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