5 de febrero de 2018. Mientras escribo, la novena temporada de OT está a punto de acabar, convertida en un inesperado fenómeno de masas. Su éxito arrollador ha sorprendido aún más que su vuelta a TVE1, 16 años después de la última gala que emitiera la tele pública. Una vuelta que casa muy bien con estos tiempos de Gatopardo. Se ha completado la resurrección de los cuerpos catódicos, y si entonces tuvimos a Rosa de España, este año tenemos a Amaia… También de España.
Cantadnos entonces, hijos del Nuevo País. Vuestros ojos brillantes serán faros antiniebla para conducirnos hacia el turbulento futuro inexistente. La vuestra es una historia incómoda, que podría llevar como título la parodia de otra parodia: “Cómo aprendí a olvidarme de la Gürtel y votar por Aitana”.
Qué gloriosa hipnósis colectiva, oigan. Y sin embargo…
1.
Más o menos dos meses habían pasado desde el inicio de esta nueva emisión, y ni sabía que OT hubiera vuelto. Hasta que un día por casualidad me topé con el canal 24 horas de Youtube. Empecé a verlo de vez en cuando, casi a escondidas. Se fue haciendo un hueco en mi vida como un ruido de fondo que dejar sonar mientras me dedicaba a otras cosas.
Pronto me di cuenta de que lo que estaba viendo era distinto al programa que yo guardaba en mi cabeza. Ese de peinados horteras, canciones del verano y bailecitos de orquestina. Nuestra Rosa ceceándole a la Europa que se asomaba al abismo del Euro. O quizás mi cerebro en todo este tiempo haya aprendido a fijarse en otros detalles. Como fuera, me vi atrapado por algo nuevo, y no era la música. Al principio no pude explicarlo con palabras, pero flotaba a mi lado, como la “cosa sin nombre” de Deleuze y Guattari, que yo me la imagino siempre como algo oscuro y peludo que vive debajo de una escalera.
Y de pronto levanté la vista de la pantalla, y a mi alrededor se estaba desatando el “Caminagedón”. OT se había convertido en una Cuestión de Estado. Como casi con cualquier otra cosa en estos días, los comentarios en el ágora pública se hicieron obligación.
A través de un reciente artículo de Daniel Bernabé, descubrí que las llamadas “nuevas izquierdas” alababan esta penúltima iteración del programa por su supuesta dignificación de “lo popular”, su reivindicación (discretita) del legado de Victor Jara, o por su reconocimiento (muy relativo) de la diversidad sexual.
Bernabé señala: Ojo con el rollito de la superación individual, con la ideología neolib, que nos olvidamos de cualquier consideración social o política “de fondo”. Ojo que “tener criterio” no significa “ser snob” y el hecho de que algo sea masivo (reguetón, bachata, camisetas de “I’m a Feminist” de 300 pavos) no equivale a que sea bueno para el progreso de ningún cuerpo social.
Razón no le falta, creo. Pero entender la trayectoria artística de alguien como una extensión del “siliconvalismo” imperante es algo que hemos interiorizado de sobras después de la miríada de talents aparecidos desde el primer OT bajo dicho paradigma. Estos artefactos audiovisuales, cortados casi siempre por el mismo patrón, son concebidos primeramente como máquinas de hacer pasta gansa. Luego ya, si eso, llegará la música.
Y en cuanto a los hurras de la izquierda por determinados gestos… De toda la vida, a las clases acomodadas más propensas a leer Le Monde Diplomatique les ha fascinado la performance de la pobreza. Reconocerse en el reflejo de “lo auténtico”. De ahí por ejemplo nuestra actual obsesión con fenómenos tan marcados por la clase como el trap o las verbenas de barrio. Para muchos de nosotros un inofensivo safari por los paisajes de la alteridad.
El autor dice verdades, pues. Pero así de entrada, no veo mucha novedad en el debate. Nada que me ayude a rascarme donde me pica. Y lo que me pica es lo que creo que ocurre una vez esta maquinaria monstruosa se pone a funcionar y cobra vida propia. Lo que bulle en el corazón de la bestia incontrolable. Lo que a mí me ha tocado la patata.
2.
Una mirada larga a las 24 horas de OT es un ejercicio de antropología dura y en vena. La parábola televisiva de nuestro día a día en una sociedad cada vez más competitiva e inestable, vista a través del filtro distorsionado del espectáculo. Es “15 Millones de Méritos” protagonizado por una chica de Pamplona.
Lo tiene todo: los contratos con la SGAE, la presión de las multis, la indolencia bovina de los jueces, que ven la música como una lluvia de jureles, las meriendas patrocinadas por este o el otro. La forma descarada en la que se fuerza a los concursantes a encajar dentro de narrativas prefijadas. Los asfixiantes roles de género, la sexualización y la explotación del amor romántico. La sospecha de que las carreras de todo los finalistas ya han sido diseñadas de antemano por fuerzas invisibles que superan nuestro entendimiento. Tanto bailar día y noche que esto ya parece “Bailad, Bailad, Malditos”. Todo empaquetado, liofilizado y listo para consumir en sabrosas píldoras de emoción.
PERO.
A través del trampantojo, la vida. Rotos los guiones por el paso del tiempo y la acumulación de las pasiones, lo real se da de ostias con la ficción en vivo y en directo.
Concursantes, profesores y personal han vivido en esa casa tres meses y medio. Mucha semanas compartiendo alegrías y penas y esfuerzo y confesiones y un montón de sentimientos encontrados y ratos muertos. Pasados de rosca. Oliéndose literalmente los pedos y los sobacos y dándose sustos y haciendo bromas y dando pie a sorpresas que desbordan una puesta en escena por lo demás medida al milímetro.
Y no olvidemos la música: pese a que el programa sigue siendo poco más que un karaoke sobredimensionado, por suerte el formato se ha alejado de aquellos primeros años horteras a morir, y se agradece. Y siempre nos quedará Guille Milkyway hablando de Afrika Bambaataa, de The Clash, de Soft Cell, de Beastie Boys.
Y los valores: el superello funciona autónomo, pero los profesores son seres humanos. Se han preocupado por sus alumnos, motivándoles para trabajar en serio y que mejoren, porque al final es su responsabilidad y están en una escuela. Mi madre me enseñó que quien algo quiere algo le cuesta, y la verdad que me parece una buena enseñanza. Lo cual no quita para que uno de mis sueños sea ver a todos los Elon Musks del mundo cocerse a fuego lento en una marmita.
Entonces de pronto, lo pillo. Nuestras vidas en la prisión del capitalismo comparten mucho con el microcosmos de este OT 2.0. Su inquietante mezcla de cansancio constante, relaciones hipercodificadas, sueños reservados a unos pocos, pasión, absurdo, aburrimiento, ansiedad. Sentimientos genuinos, fuerza de trabajo alienada, horizontes manejados por fuerzas ajenas a nosotros. Todos queremos vivir, amar y prosperar. Pero la maquinaria nos pone unos límites. Delimita el marco de lo posible, de lo que podemos enunciar y comprender. Las reglas del juego. Y aún así, aquí seguimos. Viviendo en las grietas.
3.
En definitiva: la obsesión panóptica del formato, unida a las características peculiares de esta edición, han desvelado los hilos que mueven al títere. O al menos esa es mi conclusión. Imagino qué pasaría entonces en una edición que se prolongase indefinidamente, como una mezcla de “El Señor de las Moscas”, “El Angel Exterminador” y esa maravilla de mini serie británica llamada “Dead Set”, en la que una casa de Gran Hermano se veía asediada por una invasión zombi. Una situación extrema que reviente las costuras del decorado. Que desequilibre los andamios, y lo ponga todo a arder, incluidos nuestros prejuicios.
Como alguien que de pronto se hizo fan de algo que le es ajeno, y que siente gran amor por las lecturas políticas de todo, creo que ante la complejidad de un escenario desbordante, de momento nos hemos quedado cortos. Comparto opiniones de todos los bandos que hasta ahora se han pronunciado, pero me entristece pensar que tanta palabra resulte sólo en juicios superficiales, demasiado atados a los códigos que hemos aprendido en la reciente politización del mundo y de nuestras vidas en los últimos años.
Animo entonces a que dichas lecturas no queden reducidas a los habituales gestos moralistas, ni enmarcadas como de costumbre en una lucha por los supuestos papeles de la institución. OT es y será OT, pero los mimbres desde los que pensamos este tipo de formatos monstruosos y problemáticos no deberían ser, precisamente por su condición, limitados ni rígidos (ni tampoco girar tanto en torno al papel de la tecnología y las guerras tuiteras).
Mi propia experiencia con el formato va más allá de las disputas estériles, o de exigirle al mundo que sea lo que nosotros, pequeños tiranos, creemos correcto. El pensamiento que anhelo será, por el contrario, uno que encuentre la empatía para adentrarse en territorios nuevos. No podemos enfrentarnos a un objeto complejo y tan petado de contradicciones con armas que no pasen por ponernos a nosotros mismos en contradicción.
Una cultura libre sólo vendrá de un pensamiento colectivo que también lo sea. En palabras de Mark Fisher: “¿Cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo?”. La pregunta puede hacerse extensiva a todas las áreas de nuestra vida. Y lo nuevo, en el mundo salvaje, prismático y acelerado en que vivimos, puede venir de cualquier fuente. Si realmente nos preocupa nuestra manera de estar aquí y ahora, ¿cómo vamos a hacer avanzar nuestras ideas y ofrecer nuevas respuestas si las preguntas que nos hacemos siempre nos vienen dadas? Respondemos tentativamente con la misma conclusión a la que llega Fisher: “La tradición pierde sentido si no se la desafía o modifica. Una cultura que sólo se preserva no es cultura en absoluto.”
Si no somos capaces de dar ese gran salto, quizás signifique que nos hemos quedado encerrados sin saberlo en nuestra Academia particular. Una que no habíamos sido capaces de identificar, pero que no por ello determina menos nuestras vidas.
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