Cada hombre tiene una imagen por la que renunciaría al mundo,
¿cuántos no la buscarían en una vieja caja de juguetes?
Walter Benjamin, Juguetes, 2015.
Hace algunos meses recibí una invitación cálida, casi tanto como las manos de mi madre, para participar de una jornada de reflexión cultural del Ateneu Popular 9 barris. En uno de los encuentros previos con Cristina y Judit, les pedía algunas imágenes de la historia del Ateneu que ellas consideraran especialmente significativas a partir de la conversación que estábamos sosteniendo. Cristina me envió tres. Una de ellas me conmovió especialmente, era de un grupo amplio de gente que sostenía una pancarta que decía “acción, lucha y diversión”.
Me encantó porque llevo tiempo leyendo a autores que lanzan fuertes críticas contra el espectáculo, contra la cultura de la entretención y la alienación constante en la que estamos inmersos. Se tratan de reflexiones más o menos sofisticadas, en la línea de Guy Debord, pero que suelen coincidir con la tesis de fondo de que la vida se ha convertido en espectáculo, donde espectáculo quiere decir una inversión concreta de la vida, en la que somos espectadores y partes de un movimiento del cual no tenemos agencia; lugar de la mirada engañada y la falsa conciencia. Desde luego que existe un tipo de articulación especular que opera desde un registro de seducción y banalización. Sin embargo, me pregunto si el modo que hemos tenido de trabajar esta distancia no ha sido forjándola contra la diversión, o bien poniendo muchos límites a cómo debe ser esa diversión.
Si es cierto aquello que dice Walter Benjamin de que “el hábito entra en la vida cómo juego”, ¿dónde queda entonces esa pizca de juego que nos permite des-habituarnos a las formas que han vuelto dóciles nuestros cuerpos? ¿Será que nos hemos olvidado de jugar? ¿Será que nuestra primera dicha no es más que formas irreconocibles y petrificadas?
Se dice que los juegos y juguetes solían acarrear consigo lo más característico del arte popular, pero en realidad hace tiempo también que corre el rumor de que los juguetes están condicionados por la cultura económica y técnica.
Esa pancarta del Ateneu me reconectaba con ese deseo que me punza a menudo de recuperar cierto sentido disruptivo del espectáculo. En esa pasión anárquica que tienen los juegos.
Jugar no es imitar un mundo, es crearlo.
Gozar una y otra vez!
Jugar tanto como nos sea posible, hasta hacer explotar esa falsa creencia de que la ‘seriedad’ sea lo propio del adulto, ese eros desollado en el que tantas veces nos hemos convertido.
Giorgio Agamben, en una reflexión preciosa publicada en un texto que se titula ¿qué es un dispositivo?, se pregunta cómo profanar los dispositivos, esas redes de discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, medidas en los que obramos. Profanar quiere decir establecer una distancia, otros tipos de relaciones que no nos capturen, nos orienten o modulen. Profanar en el sentido de restituir un cierto uso y propiedad que nos ha sido extirpado. ¿Cómo liberar entonces eso que ha sido capturado? Dice Agamben, el juego libera.
¿Cómo profanar entonces la religión cultural que es el capitalismo? Creo que algo tiene que ver con lo que pueda ser jugar hoy, que desde luego no es eso que tantas veces llamamos ‘juegos’, que no son más que estorbos regulados, aunque jugar es también no aflojar esa tensión, porque si lo hiciésemos las reglas ya no nos estorbarían. Jugar, en este sentido, tal vez sea algo que tenga más que ver con el diabolein griego de la dispersión.
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