Hace no mucho, escuchaba en una sobremesa una historia que me indigestó la cena. Era el relato de un experimento, fruto de la preocupación de algunos científicos acerca de la cuestión de por qué los perros se dan vueltas antes de echarse.
Estaban más o menos claras las razones de por qué comen, duermen o cagan, pero no el hecho de por qué se den vueltas antes de echarse, esto era algo que no podían justificar, de modo que decidieron realizar un experimento: seleccionaron a un número considerable de perros, de diversas razas, edades y tamaños y les obligaban a no dar vueltas antes de echarse. Lo que sucedió fue que al poco tiempo, los perros comenzaron a no poder dormir, a inquietarse, enfermarse, incluso en algunos casos a morirse.
No sé cuáles fueron las conclusiones del experimento, tampoco puedo dar fe de su veracidad, pero sí me parece un relato agudo que de alguna manera hace eco con la desvalorización de los ritos en nuestra sociedad. No me refiero solo a ritos como las fiestas sagradas que algunos pueblos aborígenes resistentes siguen celebrando cada año, sino a gestos más inaparentes si se quiere. A lo que se pierde en la regulación de ese imperativo del capitalismo tardío de que todo lo que no produce es ‘una pérdida de tiempo’. Cierta inquietud que no deja de afectarme tiene que ver con ¿qué es lo que se pierde cuando deja uno de ‘perder el tiempo’?
En mis tierras se dice ‘las vueltas son las que dejan’. Un cierto privilegio del rodeo que no hace alusión a lo que se gana en la pérdida, sino al espesor y la apertura de lo que se hace sin expectativa, esos gestos a veces azarosos, tantísimas veces carentes de sentido que dan ocasión a lo diferente. Gestos que no tienen intención de desplegarse en una cierta razón, que son una particular forma de cuidarse por medio del abandono, no para agregar experiencias sino para experimentar texturas.
De ahí tal vez que me haga tanto ruido cuando escucho en la política institucional expresiones del tipo ‘es necesario crear espacios públicos’ o en las instituciones culturales o del arte ‘es necesario construir redes de mediaciones’ o en la economía ‘hay que crear mediaciones que produzcan valor’, como si fuese posible crear encuentros.
La principal característica del encuentro es su imposibilidad de ser construido. En esto estoy con Louis Althusser cuando dice que “el encuentro no puede ser previsto ni mucho menos prescrito, acaece o no. Por ello, antes que todo hay que respetar las singularidades, sus modos, sus tiempos y procesos”. En este sentido, no es posible ‘ocasionar encuentros’ o ‘generar encuentros’, ocurren o no. Desde luego que el encuentro se da a partir de ciertas relaciones o mediaciones, pero esas mediaciones no se pueden establecer previamente como acciones que tendrán como consecuencia encuentros. No tiene un carácter necesario ni se da bajo un orden esperable.
Mi sospecha no se dirige sobre lo público, la mediación o el valor, tampoco a los espacios en sí, aunque desde luego un espacio no construye por sí mismo una subjetivación. No se trata para mí de afirmar una impotencia radical del actuar y entregarnos a la inmediatez de la contingencia, desde luego que no, sino a los supuestos que operan en la construcción de estos espacios.
Por eso, si no es posible construir propiamente encuentros, ¿Cómo multiplicar las formas de experiencia que posibiliten esos encuentros? ¿Cómo hacer de los espacios culturales y artísticos un lugar que en vez de intentar generar algo que no es posible, respeten singularidades, que sus modos, sus tiempos y sus procesos se den, para que sus flujos circulen? En esto tal vez tengamos mucho que aprender de los perros.
** Las fotografías son de autoría de la artista Jeniffer Lema**
Contacto: jeniffer.rojas.lema@gmail.com
interesante, no sé cómo llegué, las vueltas…