Mi amiga Lucía escribía un día “No tengo nostalgia”. Hablaba de bicicletas y de sus antiguas casas. Decía que una vez abandonadas, no encontraba placer en revisitarlas, en generar rituales.
Estos días pienso en ello. Bueno, pienso en muchas cosas. Se me amontonan a raudales imágenes en la cabezota. A veces voy a buscarlas expresamente. Abro el cajón digital del móvil o del ordenador para que me vomiten encima sensaciones, sin control alguno.
Otras veces, sin embargo, son los sonidos los que me acechan. Agazapados en alguna esquina de la ciudad. De la radio de un bar o de un coche que pasa, unas notas musicales me trasladan a otro lugar. A algo vivido. Unas notas musicales que me convierten, por un momento, en otra que fui, pero que ya no soy. Y que ya no seré jamás.
Es lo que pasa con las despedidas, que generan un antes y un después. No hay elección. Una metamorfosis que percibes en el reflejo del espejo, aunque tu cara siga siendo la misma. Que no va de eso.
Pero el aprendizaje más importante de la pérdida, llega sorprendiendo. Llega también como una luz avasalladora: la muerte está cargada de amor. De uno muy complicado y muy doloroso. Pero también muy puro, que no pide nada a cambio.
Dicen que el luto tiene cinco fases. Yo aún no me las sé. Aunque ya esté viviendo muchas de sus consecuencias. También el luto llega cargado de amor. Y eso, que resulta incomprensible, me salva a cada rato.
El amor de redescubrir
Cuando has superado los 30, miras hacia atrás y les das la razón a las que te decían que con 18 años eras aún un ser a medio hacer.
Pero cuando has superado los 30 y has pasado por infinitas situaciones laborales. Y has vivido en muchas casas. Y has llorado rupturas de pareja que te parecían el fin del mundo. Y te ha pasado por encima un clímax político como el 15M. Y has leído, hablado y teorizado sobre los cuidados y los afectos, te crees -ilusa- que ya no estás a medio hacer. Que ya estás entera.
Como no soy tan pretenciosa, sabía que me quedaba mucho camino, mucha mochila, muchos procesos que me enriquecerían. Pero, hasta el momento, ninguno me ha abierto en canal como el proceso de redescubrir (el amor) a través de la muerte.
Hablemos de las madres
Hablo de mi madre, en primera persona, porque es la mía. Y es con ella, con la que ando viviendo todo ésto. La pérdida, la despedida, el luto, el redescubrimiento.
Y siento que le debo (o les debemos -cada una a su madre-, si es que alguna se ve reflejada en lo que estoy aquí contando) una disculpa enorme. Eterna. Muy firme.
Porque me creía ya entera y muy leída con todo esto de revisarnos como mujeres, como parejas, como comunidades sin vínculo sanguíneo. Y no sólo no era cierto sino que no sabía mirar, como debía, aquello que ella ya me estaba mostrando desde hacía años. El compromiso con el otro. El acompañamiento. Los cuidados intensivos. Sin tregua.
Mirar sin ver
Si somos sinceras, lo de mirar sin ver es una praxis asquerosamente habitual. Nos pasamos los días demasiado atareadas y demasiado centradas en nosotras mismas. Y eso también es un lugar común, soy plenamente consciente. Aunque decirlo muchas veces no significa que actuemos para cambiarlo.
Pero llega un día en que, por el peor de los escenarios, el mundo sigue su rumbo y tú te bajas de él. Y al no seguir el ritmo, ni el calendario festivo, ni los horarios laborales de la rutina tirana que nos han impuesto, puedes verlo todo con mucha más claridad. Y puedes percibir con mucha fuerza todo lo que llega hasta ti.
Te acarician palabras, te agasajan mensajes, te acunan abrazos. En el hospital, en la calle, en un bar, en la puerta del cementerio -ese lugar, al que jamás queremos ir, pero al que todas acabamos yendo, ni que sea porque nos toca a nosotras marcharnos-.
Y precisamente por todo esto, de repente, sabes que la tristeza -enorme, como jamás la habías llegado a imaginar- dará paso a un bálsamo de nostalgia, esa que Lucía decía en un artículo que no tenía.
Vendrán esos días de memoria y de agradecimiento. Y esa leve sonrisa en el metro, al reconocer un gesto en alguien que te lleve a pensar en quien se ha marchado. Pero también, y sobretodo, en quien se ha quedado. A quien vuelves a mirar con el mismo orgullo que un bebé.
A esa madre (la mía, si me lo permitís) que valiente y rigurosa ha sido fiel a los principios que ella y mi padre construyeron y me trasmitieron. A esas amigas que incansables han hecho guardias en la sala de espera más inhóspita que una pueda imaginar. A esos hombres de mi vida -sí, tengo muchos- que me han acompañado en cada pasito pequeño o paso gigante de este guión horroroso.
Sonreír ahora, es casi ofensivo. Mucho más el título que he elegido para este artículo. Pero es que tal vez no encontraría una frase mejor para resumir el carburante que alimentaba a mi padre. Y que en realidad, debería alimentarnos a todos.
* El verso “La muerte no interrumpe nada” es un robado a Luís Rosales. Seguro que le parecería bien el #copylove
Uffff!!!No tinc paraules!!!Necessito respirar!!!
Hi trobe que, ambdues, l’Anna Maria i Mireia, ens demostreu ser un exemple d’amor i de tendresa front a un fet que, tot i esperar no ens afecte directament mai, malauradament estem abocades/abocats a enfrontar-nos amb aquest tot i que la societat en general no ens ajuda gens ni mica a viure’l de “bon grat”… no hi hem aprés l’acceptació ni, molt menys, que el món no s’acaba.
En el meu cas m’heu ajudat a plantejar-me aquesta separació dels éssers estimats d’un caire bastant diferent… Gràcies Mireia! Ets sensacional! Sou sensacionals ambdues. Una abraçada, empar, la Safor???
Que preciosidad de texto <3
“Quanta Vida hi ha en la mort”! Aquesta és la meva descoberta a través dels desenllaços que vaig vivint i que em van fent. Quasi de la mateixa manera que, en una etapa anterior, vaig viure amb els naixements dels meus fills i ara, dels fills dels meus fills…
Són vivències que ens obren una escletxa profunda enmig de la quotidianitat, una escletxa que ens obre al Misteri de La Vida, de l’Amor.
Gràcies per les vostres reflexions, que ens acosten i també ens obren.