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Una galerista nos introduce en la obra del pintor que expone en su espacio de arte, un cantautor interpreta su repertorio en una sala de conciertos, un escritor conversa con un periodista sobre su último libro en el reservado de un hotel y una compañía estrena su último espectáculo en un teatro. Estas eran las informaciones que componían el bloque cultural del Telenotícies aquel mediodía. Con la mente en blanco y el volumen del televisor bajado, detecté un rasgo común en todas ellas: al fondo o a un lado, siempre había una pared.
Es lo normal, pensé. Pero al día siguiente volvió a suceder. En todas las informaciones culturales, tarde o temprano, aparecía una pared. Desde entonces, no consigo dominar la mala costumbre de buscar una pared en todos los contenidos culturales que sirven los distintos medios de comunicación. Y siempre está ahí: fijando con discreción cada noticia. El pasatiempo se ha convertido en un vicio incómodo, como cuando juegas a separar en dos bloques los números de la matrícula del vehículo de delante para luego restarlos de modo que sumen cero y buscando la combinación acertada… ¡casi chocas con el coche!
A base de práctica diaria, he aprendido a deducir que esas paredes no siempre son literales. A veces son vallados provisionales. Otras veces están representadas por el envoltorio del producto del que se informa (un disco, un libro…) o por el precio que hay que pagar para acceder a ese objeto o ese espacio. Porque, en realidad, lo que siempre hay en la información cultural es una puerta que suele quedar fuera de campo de la noticia pero que todos los implicados (informador, creador y público) sabemos que existe.
Todos, tanto si la cruzamos como si no, conocemos su existencia. De hecho, una ley nunca escrita nos sugiere que si el contenido cultural que protagoniza la información no hubiese atravesado esa puerta quizá no sería noticia. Porque, a menudo, es ese propio espacio acotado el que convierte en información algo que, cien metros más allá, en la calle, no hubiese sido un hecho noticiable. Y es que otro rasgo de la información cultural de nuestros medios es la ausencia de calle, de espacios realmente abiertos, de campo.
Tras décadas recibiendo información sobre contenidos culturales ubicados entre paredes hemos acabado asumiendo que la cultura es algo que ocurre en un lugar cerrado al que se accede superando una pared, una valla, una puerta, un torno giratorio… Resulta sospechoso que, siendo la cultura algo tan indefinible e intangible, siempre se nos presente envasada o encerrada. Pero poner puertas al campo, aquella expresión popular con la que definimos la imposibilidad de acotar un espacio infinito, es el gran milagro que ha obrado la industria cultural. Un milagro que los medios de comunicación hemos engullido sin rechistar, inculcando puntualmente al público, día a día, por omisión, que todo aquello que no pueda ser envasado o cercado no es cultura.
O, mejor dicho, aún no es cultura. Porque conociendo esta regla, no hay nada más fácil que transformar algo en información cultural: sólo hay que meterlo entre cuatro paredes. Cuatro paredes muy determinadas; no cuatro paredes cualquiera. Porque si nos centramos en la música, hay infinidad de espacios que jamás generan información cultural. Muy poco de lo que ocurre en centros cívicos, plazas de barrio, espacios autogestionados o pueblos de alrededor es ‘noticiable’ culturalmente, mientras que todo lo que sucede en las seis o siete salas comerciales de la capital siempre es noticia.
Lo extraño no es que informemos de los grandes eventos y productos culturales, sino que hayamos dejado de prestar atención a todo lo demás; que ya no nos interesen todos esos otros momentos que también nos definen culturalmente como sociedad: esas bodas y entierros, esas sobremesas en casas y bares, esas fiestas o reuniones, populares o gremiales, de jóvenes o ancianos, en patios o plazas… y tantísimos otros encuentros, tan naturales en otras civilizaciones, en los que las canciones juegan un papel dinamizador y cohesionador y donde, a menudo, la música circula con más libertad y adopta nuevas formas y usos, pero que nosotros hemos degradado a la división de manifestaciones subculturales por ser demasiado vulgares, cotidianas, transversales o faltas de normativa. Quizás, también, por ser encuentros en los que la barrera entre el creador y el consumidor es tan difusa que nos obligan a desechar la misma idea de cultura como objeto encerrable o envasable.
Si hoy un extraterrestre pretendiese hacerse una idea de qué cultura tenemos en función de lo que transmiten nuestros medios de comunicación deduciría que es algo que sucede de puertas adentro; algo que para que exista son necesarias cuatro paredes, una puerta y una llave; algo que se produce en lugares a los que se entra y de los que se sale a unas horas tan concretas que suelen formarse aglomeraciones; algo excepcional y no cotidiano; no algo que se practique en sociedad sino algo que la sociedad consume en unos lugares muy determinados; algo que generan unos y consumen otros. Supondría, en definitiva, que la cultura es un aparte de la sociedad.
Buscar paredes en la información cultural es un pasatiempo adictivo y peligroso. Por un lado, tiene algo de masoquista para cualquier persona interesada en la cultura, ya que cada vez que te enfrentas a un periódico, un bloque radiofónico o un espacio televisivo y detectas paredes en absolutamente todas las noticias asumes que, un día más, los medios de comunicación han contribuido a encerrar la cultura un poco más. Y, por otro, la propia naturaleza del juego te dificulta concentrarte en la información que estás recibiendo. Esto último no es grave ya que puedes recuperar la misma noticia en el siguiente medio que consultes. O en otro. O al día siguiente. Y no tardarás en ver el surtido entramado de informaciones culturales que tejen los medios como un salón de espejos que reflejan y multiplican, una y otra vez, las mismas paredes. Paredes, espejos, paredes, espejos, paredes y más paredes que eternizan un claustrofóbico laberinto en el que cuesta horrores encontrar la salida de emergencia.
Leyendo este magnífico artículo, me he acordado del saxofonista que nos regala su música en los jardines de Montjuic. No hay paredes tras él, solo árboles que, a menudo, le esconden de nuestra mirada y lo esconden también (o protegen) de los rayos del sol.
También he pensado que internet es un inmenso jardín pero tan denso, que no penetra ni un solo rayo de luz en él y las músicas que suenan entre sus civilizados senderos resultan audibles solo cuando estamos justo enfrente de la fuente sonora.
Y bueno, mejor no cortar ni un árbol.
Simplemente hay que señalizar bien los senderos.
Saludos.
!Cuánta razón! -y !cuánto muro!-:
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