Nat 52 nov_09 Víctor Lenore
Hay un crítico de cine español, detractor de Alejandro Amenábar, que suele machacar sus películas explicando que es “un simple artesano”. Valga esto como ejemplo del carácter peyorativo que tiene el término para mucha gente, sobre todo en los estratos más “molones” de nuestra prensa cultural. Los críticos de música popular suelen llamar artesanos a esos grupos que no inventan la pólvora, pero son capaces de hacer un disco bonito, ya sea el primero de Counting Crows, el tercero de Tachenko o el último de Rubén Blades (por citar tres ejemplos bien distintos). Más claro: Elvis Costello tiene estatus de genio, mientras Nick Lowe se queda en artesano por no darse tantas ínfulas, ni exhibir tanto su ingenio, ni saltar entre registros -de Wendy James a Deutsche Grammophon- como pedro por su casa. La palabra “artesano”, en general, se considera un premio de consolación para quienes respetan las reglas del oficio y no llegan a “talento con mayúscula”.
Richard Sennett, estudioso de conflictos laborales, ha escrito “El artesano” (Anagrama, 2008) para combatir otros prejuicios. Es un ensayo claro y contundente que defiende las ventajas del trabajo colectivo frente al individual. En la página 356 resume bien su enfoque: “El lector perspicaz habrá advertido que la palabra “creatividad” aparece lo menos posible en este libro. Eso se debe a que dicho término lleva implícita una gran carga romántica, la del misterio de la inspiración y las reivindicaciones del genio”. Estamos, justamente, ante el debate que Nativa ha sacado a la palestra en los últimos tiempos. Sennett repasa la historia de los talleres artesanales y describe sus mecanismos de transmisión de conocimiento. Allí se daba un diálogo entre generaciones (maestro, oficial, aprendiz) que sirvió para perfeccionar, sin prisa pero sin pausa, muchos saberes prácticos.
Los lectores de temperamento más artístico quizá se estén preguntando “¿y qué pasa entonces con la libertad individual?” El libro responde con casos reales: por ejemplo, el del escultor Benvenuto Cellini (1500-1571), que abandonó el gremio del aquilatamiento y los metales creyendo que ganaría autonomía. El resultado fue que se volvió más dependiente de los caprichos de sus mecenas. El libro aporta también reflexiones de rabiosa actualidad: “La moderna ideología de gestión empresarial urge a trabajar creativamente y demostrar originalidad, incluso a los empleados de nivel más bajo”. El mercado busca reforzar la competitividad, en detrimento de la cooperación. El resultado lo sufrimos cada día: un entorno laboral frío y frustrante, que dispara los niveles de ansiedad.
El culto al “yo” campa a sus anchas en el pop actual: basta ver los primeros planos idealizados en las portadas de los discos o esos concursantes de “Operación Triunfo” que dicen sentirse artistas “porque ya escribo mis propias canciones” (como si Elvis Presley o Diamanda Galás lo fueran menos cuando cantan las de otros). La modestia, el estudio de la tradición y el trabajo en equipo no son valores alza. Ahora se me viene a la cabeza Nacho Vegas: muchos periodistas ven sus discos en solitario como un filete, mientras que su aporte al proyecto folk Lucas 15 se percibe más bien como simple guarnición (cuando en realidad no tiene nada que envidiar a sus álbumes más aclamados). No sigo que no queda espacio. ¿Impresión general tras leer “El artesano”? Dan ganas de hacer una colecta para que Sennett escriba una apéndice con ejemplos de la historia de la música popular. Seguro que trituraba más de un tópico.