Por Perfecto Herrera Boyer
Departament de Sonologia, Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC)
Music Technology Group, Universitat Pompeu Fabra (UPF)
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- Este artículo es parte del libro “La música y su reflejo en la sociedad”. Descarga en pdf y información para comprarlo, aquí
La música se asocia a la persuasión en mitos tan célebres como el de Orfeo, quien con la música que cantaba y tañía su lira podía obrar maravillas tales como convencer a Plutón, guardián del Hades, para recuperar a su amada Eurídice y devolverla al mundo terrenal. Otra figura mitológica que enlaza música y persuasión es la de la Sirena, personaje híbrido de mujer y de ave, cuyo canto es tan irresistible que obliga a los marineros que lo oyen a intentar alcanzarla, infravalorarando el riesgo de pilotar sus barcos a través de acantilados que los conducen a una muerte segura.
Dejando aparte la mitología, pero aún en la Grecia clásica, Aristóteles, en su Retórica, nos dice que “la persuasión puede conseguirse cuando el discurso sea capaz de agitar las emociones de los oyentes. Nuestros juicios no son los mismos cuando nos sentimos complacidos y amigables que cuando nos sentimos dolidos u hostiles. Un orador emocional siempre hace que su audiencia sienta con él/ella, incluso cuando sus argumentos son vacuos”. Esta es básicamente la función de lo que Aristóteles denomina “pathos” y que se complementa con el “ethos” (la actitud, autoridad y honestidad atribuida al orador) y el “logos” (el contenido de lo que el orador dice). La persuasión es tanto más efectiva cuanto mejor se combinen esos tres elementos. En el caso de asociar música a un determinado discurso, asumiendo que la música permite inducir emociones en los oyentes, podremos sumar sus efectos a los del contenido del discurso y, por tanto, conseguir un mejor efecto persuasivo siempre que adecuemos dicha música al contenido que pretendemos transmitir y/o a la audiencia que pretendemos persuadir.
Nuestros juicios no son los mismos cuando nos sentimos complacidos y amigables que cuando nos sentimos dolidos u hostiles.
El supuesto poder de persuasión de la música también ha sido objeto o tema de obras literarias y cinematográficas, tal y como el neurólogo Oliver Sacks señala en su libro Musicophilia: la narración de Tolstoi “La sonata a Kreutzer” describe cómo la esposa del protagonista masculino es seducida por un violinista y por la música que interpretan juntos (la sonata de Beethoven que da título al relato); el protagonista ultrajado, a pesar de acabar asesinando a su esposa, siente que su verdadero enemigo –la música- permanece. Otra narración, “The supremacy of Urugay”, escrita por E.B. White, plantea la conquista del mundo por dicha nación gracias a aviones sin piloto que difunden por los aires un bucle musical hipnótico que idiotiza a los humanos que lo escuchan. Finalmente, aunque los ejemplos podrían ser muchos más, “Mars Attacks”, la descacharrante película de Tim Burton, presenta una invasión de la Tierra por marcianos que sólo pueden ser derrotados al ser expuestos a una insidiosa melodía (“The Love Call”).
Llevamos varios párrafos hablando de persuasión pero ¿qué debemos entender como tal? Podemos definir la persuasión como la utilización deliberada de mecanismos comunicativos para formar, cambiar o reforzar actitudes. Las actitudes son representaciones mentales valorativas acerca de personas, objetos, ideas, conductas, etc., y como tales, son factores que influyen o median en nuestra conducta. Por lo tanto, un cambio en dichas actitudes puede tener consecuencias en nuestra conducta. Plantear que la música tiene poder de persuasión equivale a considerar que puede modificar actitudes. Consecuentemente, si se modifican actitudes también deben poder modificarse comportamientos. Si la música puede ayudar a modificar actitudes, en última instancia debería de poder ayudar a modificar comportamientos. Nótese que, en cualquier caso, el papel de la música en este proceso será de factor coadyuvante: las relaciones que se pueden establecer entre música y persuasión son siempre indirectas, nunca estrictamente causales. La persuasión, de por sí ya difícil, como mucho podrá ser “facilitada” gracias a la música (y naturalmente eso no sucederá en todas las circunstancias en las que asociemos música e intención persuasiva).
Para modificar actitudes es necesaria una cierta predisposición a ello, a consentir la alteración de nuestros esquemas de pensamiento y de conducta. Curiosamente, la etimología de la palabra “consentir” nos remite al concepto de “sentir en combinación con algo o alguien”. Y es en ese “sentir con”, en la asociación de una música, que evoca determinadas emociones, sentimientos o recuerdos, junto a un mensaje que pretende modificar nuestro sistema de creencias o valores, donde puede radicar el poder de persuasión de la música.
Para modificar actitudes es necesaria una cierta predisposición a ello, a consentir la alteración de nuestros esquemas de pensamiento y de conducta.
Como señala Levitin en su libro Tu Cerebro y la Música, el poder de la música para evocar emociones se utiliza en diferentes contextos y situaciones: los publicistas para intentar convencernos de que un producto se corresponde bien con nuestro estilo de vida o necesidades, los directores de cine para indicarnos cómo sentirnos ante determinadas escenas o personajes y, tal vez nos hemos olvidado ya, nuestras madres la utilizan para calmarnos, distraernos o ayudarnos a conciliar el sueño en la cuna. En algunas de estas situaciones, la asociación entre la música, algún personaje y algún mensaje, podrá contribuir a que reevaluemos nuestras actitudes y por tanto, indirectamente, el estado emocional inducido con ayuda de la música podrá considerarse como factor de persuasión. Aquí vamos a centrarnos en la publicidad y en los procesos de socialización. Pero antes necesitamos entender cómo la música se integra en nuestra fisiología y cómo, en base a ello, puede actuar sobre nuestro estado anímico.
Circuitos y funciones cerebrales relacionadas con la música
El cerebro humano utiliza circuitos específicos para analizar y comprender la información musical. Estos circuitos están parcialmente compartidos con aquellos que se activan ante estímulos sonoros de cualquier tipo y, también, ante estímulos lingüísticos del habla. La principal región implicada en dicho análisis y comprensión la hallamos en el lóbulo temporal, en la porción del cerebro más próxima a nuestras orejas: no en vano el análisis sonoro se inicia en el oído interno (en la cóclea o caracol) y prosigue a través del nervio auditivo, el cual finaliza en dicho lóbulo temporal. En una posición más interna, y bien conectada con los circuitos del lóbulo temporal se ubican dos estructuras que compartimos incluso con los reptiles, y que tienen un papel muy relevante en la regulación de las emociones: la amígdala y el hipocampo, elementos del denominado sistema límbico.
Gracias a las imágenes obtenidas con técnicas de resonancia magnética funcional (fMRI) sabemos que la amígdala presenta gran actividad cuando escuchamos música. También se observa gran activación en ella y en estructuras fuertemente conectadas a ella cuando el organismo realiza actividades placenteras (por ejemplo, “subidones” tras el consumo de drogas, orgasmos, victorias en apuestas y deportes…). En este sentido, esta parte del sistema límbico parece estar marcando las situaciones y estímulos que se procesan con un “valor” hedónico, a través de la dopamina que contribuye a segregar.
El hipocampo, por otra parte, es una estructura que interviene en la denominada memoria episódica, aquella por la que podemos recordar qué hacíamos o dónde estábamos cuando 2 aviones fueron estrellados contra las torres gemelas de Nueva York un 11 de Septiembre, o dónde y cómo celebramos nuestro último cumpleaños. Si pensamos en nuestras piezas de música favoritas, es posible que su rememoración lleve asociada la recuperación de algún evento en el que dicha música estaba sonando. En estos casos, la música actúa como potente clave para el recuerdo, incluso cuando no existe intención expresa de recordar, y el hipocampo presenta gran actividad cuando ello sucede.
A pesar de la multitud de estados emocionales que los humanos podemos reportar o discriminar, cuando dichas emociones están provocadas por la música sólo podemos discriminar entre unas pocas emociones tales como la alegría, la tristeza, la excitación o la tranquilidad. En algunos casos, la música también puede originar respuestas fisiológicas intensas tales como escalofríos, “carne de gallina”, sudoración, etc. Cuando escuchamos música, ésta se codifica no solamente como un estímulo sonoro con significado semántico (es del grupo X, suena un violín, tiene un tempo rápido…) sino que, gracias a la actividad del sistema límbico, dicha codificación va asociada a valores (gracias a la amígdala) y a eventos personales significativos (gracias al hipocampo).
A pesar de la multitud de estados emocionales que los humanos podemos reportar o discriminar, cuando dichas emociones están provocadas por la música sólo podemos discriminar entre unas pocas emociones tales como la alegría, la tristeza, la excitación o la tranquilidad.
La tradición cartesiana nos ha llevado a pensar durante siglos que las emociones son mucho menos adaptativas y necesarias para la supervivencia que la razón y el pensamiento lógico. De hecho, la evidencia fisiológica muestra el error de tal supuesto: los dos sistemas están conectados y dicha conexión permite explicar y predecir mejor el comportamiento: no hay uno más relevante que otro. Algunos investigadores en neurofisiología de las emociones (por ejemplo, LeDoux o Damasio) han propuesto, pues, dos rutas para explicar las relaciones entre emociones y comportamiento. Una ruta rápida conectaría la amígdala con otras estructuras “primitivas” como la hipófisis y el hipotálamo, que son centros que disparan o regulan hormonalmente respuestas adaptativas simples como huir, aproximarse, quedarse inmóvil, atacar, etc. En paralelo, una ruta lenta permitiría que el córtex prefrontal, implicado en el análisis y en la valoración de las consecuencias de nuestra conducta (o sea, en nuestro pensamiento “racional”), interviniera en la “modulación” de las respuestas rápidas y las convirtiera en lentas, si de ello derivasen consecuencias más adaptativas que respondiendo “primitivamente”. La música, en algunos casos, según su estructura y contenido (pero también según nuestras experiencias vitales con esa misma pieza o con piezas similares), es capaz de activar la ruta rápida, mientras que en otros casos, puede activar la ruta lenta. En cualquiera de los casos podemos esperar reacciones de alerta, atención, expectación, relajación o sorpresa que interactuarán con el resto de nuestras percepciones hasta el punto de hacernos más sensibles y pro-activos delante de un determinado mensaje (por ejemplo, cuando en una campaña a favor de recoger fondos para una ONG se está usando música agradable y familiar).
Otro dato relevante para entender los efectos de la música sobre nuestro pensamiento y nuestra conducta lo encontramos en las diferencias entre los procesos que realizan uno y otro hemisferio del cerebro. Aunque no existen diferenciaciones radicales entre ambas porciones, sí que se observa una mayor actividad del hemisferio izquierdo cuando las tareas que el cerebro debe acometer tienen que ver con el lenguaje u otros procesos secuenciales. En cambio, las tareas relacionadas con procesar notas o timbres musicales generan mayor actividad en el hemisferio derecho. Esta diferenciación a veces se lleva al extremo de sugerir que un hemisferio, el izquierdo, se encarga de realizar procesos más bien lógicos y analíticos, mientras que el derecho realiza un procesado más global u holístico. Aún siendo ello una exageración, tiene sentido hipotetizar que al escuchar una música con texto cantado ponemos a trabajar coordinadamente a todo el cerebro, si bien una parte del contenido (el texto) activa más el hemisferio izquierdo, mientras que la otra parte (la música) activa más el otro hemisferio.
Aún siendo ello una exageración, tiene sentido hipotetizar que al escuchar una música con texto cantado ponemos a trabajar coordinadamente a todo el cerebro
Unir música y texto de manera sinergética (el contenido musical no tiene por qué ser un calco del contenido verbal o textual, pero ambos deben estar pensados para combinarse en la dirección deseada) parece una opción muy recomendable para cualquier estrategia persuasiva. En algunos casos, sin embargo, la desconexión aparente entre esos dos tipos de contenido se manipula para inducir un estado paradójico tras el cual el verdadero mensaje persuasivo sea comunicado y procesado con mucha más efectividad (por ejemplo, se presentan datos e imágenes sobre muertos en accidentes de tráfico usando una música almibarada y ello nos genera extrañeza y aumenta nuestra atención, entonces aparece el verdadero mensaje que conmina a no beber alcohol, o a ponerse el casco en la cabeza).
Para entender cómo la música puede tener consecuencias sobre nuestras ideas y conductas es necesario considerar no sólo la fisiología sino también la psicología y, en especial, algunos procesos de aprendizaje muy básicos como es el caso del condicionamiento asociativo. Cuando un estímulo neutro se asocia reiteradamente a otro que tiene un valor importante para nosotros, o que genera determinadas reacciones fisiológicas, después de un cierto tiempo de reiterar dichas asociaciones, es posible evocar imaginariamente el segundo (junto a las reacciones que conlleva) con la mera presentación del primero. Así pues, estímulos que se presentan asociados a emociones con un determinado valor (positivo o negativo, para simplificar) tenderán con el tiempo a adoptar un valor equivalente a dicha emoción. Si una melodía alegre se asocia a un producto a base de presentarla repetidamente junto a él, dicho producto quedará asociado a la sensación alegre, aunque a priori no tengamos ningún interés por él. Una vez establecida dicha asociación, será más fácil que, en una segunda fase o campaña, dicho producto sea valorado positivamente o nos veamos tentados a probarlo.
Otro fenómeno psicológico importante aquí es el denominado efecto de exposición, por el cual tendemos a ser menos reticentes a un determinado objeto o idea cuando éstos se convierten en familiares. La simple presentación reiterada de dichos objetos o ideas los convierte en familiares, y así, nuestro nivel de preferencia por los mismos se incrementa. Aquí reside la base de muchas campañas publicitarias: la repetición genera familiaridad, y la familiaridad reduce el rechazo por algo. Si ese algo va asociado, gracias a la música, a sensaciones agradables o bien valoradas por nosotros, el cambio persuasivo será mucho más factible.
Tenemos ejemplos en el uso de música clásica o de Frank Sinatra para ahuyentar concentraciones de jóvenes en aparcamientos o en estaciones de metro.
Para concluir esta sección cabe introducir una última distinción, entre la música como vehículo o elemento contextual de una acción persuasiva, y la música como estímulo aversivo. En este último caso estamos utilizando directamente los valores, connotaciones o emociones que genera un artista, género o característica musical para conseguir un cambio inmediato de conducta, en el sentido de eliminar o abortar algún comportamiento indeseado. Tenemos ejemplos en el uso de música clásica o de Frank Sinatra para ahuyentar concentraciones de jóvenes en aparcamientos o en estaciones de metro. También existen informes del uso de música de determinados géneros por parte de ejércitos y cuerpos de policía con el fin de disuadir a secuestradores o a detenidos (nótese la diferencia entre persuadir y disuadir). Asimismo, la música emitida continuadamente a grandes niveles de presión sonora (más de 110 decibelios) se convierte prácticamente siempre en un estímulo nocivo y físicamente dañino que provoca en la mayoría de nosotros una respuesta de evitación. Pero eso no es persuasión dado que no se produce alteración en nuestro sistema de creencias y preferencias.
Publicidad y música
Como dijimos al principio, la principal estrategia por la que se puede intentar un cambio en las actitudes de un consumidor pasa por “envolver” el objetivo o producto con un contexto que facilite el cambio. Esto implica combinar: a) un emisor “próximo” en edad, valores, actitudes, poder adquisitivo, etc.; b) un contexto de repetición: el mensaje se reitera, a veces con variaciones de contenido o textuales; y c) un contexto emocional en el que la música, por sus efectos como inductor de emociones, actúe de facilitador del objetivo.
Intentemos recordar anuncios publicitarios de los años 90, o de la primera década del siglo XXI. ¿Podemos cantar alguna canción usada en ellos? Me temo que será muy difícil. Vayamos ahora más lejos con nuestra memoria, si existe tal memoria: recordemos anuncios de los años 60 o 70. “Donde estés y a la hora que estés”, “Yo soy aquél negrito del África tropical”, “Vuelve, a casa, vuelve”, “Las muñecas de Famosa se dirigen al portal”, “Leche, cacao, avellanas y azúcar”… Si nacimos antes de 1980 es seguro que nuestra memoria está repleta de ellos. Ello se debe a que los publicistas de antaño utilizaban el máximo de recursos para dejar una huella indeleble y duradera de los productos: emitían un mensaje verbal claro y unívoco (un contenido racional, la letra de una canción que ensalzaba las características o virtudes del producto, imágenes de tipo informativo), pero dentro de un contexto musical de apoyo (el cual impartía al resultado final de cierto contenido emocional positivo o alegre).
Los publicistas más contemporáneos parecen haber cambiado de objetivos y en lugar de buscar la memorabilidad y la perdurabilidad del producto buscan la reacción inmediata a él. Ahora no existen apenas mensajes embebidos en los anuncios en forma de canciones. La imagen y la música sin texto predominan, pero los mensajes no son claros y directos sino difusos, tal vez para intentar llegar a un máximo de público (la ambigüedad permite darles diferentes interpretaciones y asignarles diferentes valores hedónicos).
La música y el sonido se utilizan también deliberadamente para transmitir sensaciones que comuniquen características importantes de un producto. Por ejemplo, seguridad o robustez en automóviles, óptimo grado de cocción en un alimento, etc. Esta utilización de elementos sonoros como elementos semánticos añadidos a “slogans”, “spots” y textos informativos podemos entenderla como apoyo para persuadir a un potencial cliente (pensemos en los “audio-logos” de Nokia –un tono telefónico- o Wolksvagen –un cierre de puerta-, o en las sintonías de marca de Coca-Cola o Martini. El estudio, diseño y uso de dichas claves se denomina “sound branding”, y está teniendo un interés creciente tanto desde el punto de vista científico como industrial. En este sentido, la tecnología actual de análisis y síntesis de sonidos permite “diseñar” elementos sonoros y musicales a medida, para conseguir evocar sensaciones que indiquen una característica que el fabricante intenta promocionar como distintiva, exclusiva, imprescindible o novedosa de su producto.
El estudio, diseño y uso de dichas claves se denomina “sound branding”, y está teniendo un interés creciente tanto desde el punto de vista científico como industrial.
En otras ocasiones el uso persuasivo del sonido y de la música reside más en la identificación que el cliente/oyente hace entre sí mismo y la música que una marca comercial elige para sus promociones. Un caso típico es el de la cadena de cafeterías Starbucks, que promociona, vende y utiliza para su publicidad música de determinados sellos discográficos que sus potenciales clientes (o al menos muchos de ellos) pueden identificar como “apropiada” a sus gustos e inquietudes. El efecto puede darse tanto en ese sentido como en el inverso: ante la elección de una cafetería, alguien aficionado a la música que Starbucks promociona y difunde tenderá a elegir este lugar frente a otro, incluso a pesar de que las alternativas podrían ofrecer mejor servicio o relación calidad-precio.
Dentro de los usos persuasivos del sonido y de la música a veces se incluye la denominada “percepción subliminal”. Ésta última es aquella que, no dejando rastro en nuestra consciencia, sí que lo deja en nuestra memoria y, por extensión, debería manifestarse en nuestra conducta. En cierta literatura poco fiable sobre estos temas se mencionan siempre estudios de los años 50 en los que, manipulando la tasa de presentación de un fotograma que contenía un mensaje pretendidamente persuasivo se conseguía aumentar el consumo de refrescos en un cine. Hay que declarar, rotundamente, que las evidencias empíricas de que eso pueda suceder así son muy escasas, y muchas veces los ejemplos aducidos a favor de dicha idea adolecen de fallos metodológicos que garanticen que la única explicación plausible es la que apela a la percepción subliminal de un mensaje persuasivo. Naturalmente se trata de una idea muy interesante, pero mucho me temo que sólo pueda ser objeto de relatos de ciencia ficción.
En el caso de la información sonora, la inclusión de mensajes subliminales “camuflados” en canciones también ha gozado de cierto predicamento. Las supuestas maneras de camuflar mensajes sonoros pasan por incluirlos “al revés”, o a una intensidad tal que quedan enmascarados por la música. Fisiológicamente ninguna de esas opciones puede llevar a que el cerebro descodifique tales mensajes de la manera que sus emisores podrían pretender. En el primer caso, es necesario conocer el mensaje para poder detectar que se ha enunciado al revés (o, dicho de otra forma, nuestro cerebro no tiene circuitos para invertir el sentido temporal de las palabras y dar significado a dichos mensajes). Al menos existen algunos estudios rigurosos que demuestran que la utilización de mensajes “al revés” no permite a los oyentes ni tan siquiera decidir si su contenido es de tipo “comercial”, “satánico”, o “cristiano”. En el segundo caso, si el mensaje queda enmascarado, no hay posibilidad de que físicamente llegue al cerebro puesto que el origen físico del enmascaramiento está en la cóclea, antes de que ninguna información sonora pueda circular por el nervio auditivo). El uso de dichos mensajes con intenciones persuasivas presupone que, a pesar de que el contenido de los mensajes quede fuera de la consciencia, su procesado puede afectar a nuestra conducta pero, como hemos visto, o bien el contenido en sí queda fuera del cerebro, o bien dicho contenido no puede procesarse como tal a no ser que previamente se conozca.
La estrategia que sí que se ha demostrado efectiva, y en algunos casos puede considerarse que actúa sin que seamos conscientes de ella es la que explota la naturaleza asociativa de nuestro cerebro.
La estrategia que sí que se ha demostrado efectiva, y en algunos casos puede considerarse que actúa sin que seamos conscientes de ella es la que explota la naturaleza asociativa de nuestro cerebro. Asociar mensajes con música hace que muchos más circuitos del cerebro operen coordinadamente al mismo tiempo. El texto del mensaje activa un procesado lógico-verbal mientras que la música activa un procesado emocional. Si podemos rápidamente cargar de valor el mensaje verbal o textual, entonces nos ahorraremos tener que realizar cadenas de razonamientos para discernir si nuestra actitud hacia él es positiva o negativa. Por tanto, a veces la música puede actuar como distractor del pensamiento racional: tal puede ser el caso cuando en un supermercado se difunden temas “estándar” altamente familiares que con gran probabilidad evocan en los clientes algún recuerdo agradable, y, debido a dichas asociaciones, pueden relajar nuestra vigilancia o interferir nuestro sentido crítico a la hora de decidirnos llevar un producto. En otras ocasiones la música puede ser un disparador automático (e inconsciente) de asociaciones que influyan en el sentido de nuestras decisiones. Por ejemplo, cuando en un supermercado escuchamos todo el rato canción francesa, al pasar por la sección de vinos es más probable que, al tener activado en la memoria el concepto “Francia” gracias a la música, optemos por un vino francés, siempre y cuando tengamos alguna intención previa de comprar vino.
La música como identificador y aglutinador de personas
En contextos sociales, la música también se ha intentado utilizar para modificar las creencias de los grupos. El ejemplo más claro son los himnos. Un himno suele tener una letra directa que, o bien favorece el gregarismo por el hecho de compartir su contenido, o bien conmina a hacer algo. Los himnos contienen letras que nos impulsan a hacer cosas o a creernos mejores o superiores, o a imaginar un futuro ideal para nuestro grupo de referencia. Dichas letras resultan más memorables cuando las codificamos en nuestra memoria junto a sensaciones agradables. Dichas sensaciones pueden venir de la propia melodía del himno, pero también de los contextos de uso del himno: gestas deportivas, batallas heroicas, hitos para el bienestar colectivo…
Los himnos contienen letras que nos impulsan a hacer cosas o a creernos mejores o superiores, o a imaginar un futuro ideal para nuestro grupo de referencia.
Por ejemplo el himno de Francia (La Marsellesa), dice: “¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones! Marchemos, marchemos, ¡Que una sangre impura empape nuestros surcos! ¡A las armas, ciudadanos! ¡Formemos nuestros batallones! Marchemos, marchemos”. También la Marcha de los Voluntarios (himno de la república popular China) es otro buen ejemplo de ello: “¡Levántate! Tú que rehúsas ser esclavo. Con nuestra propia carne y sangre vamos a construir nuestra nueva Gran Muralla. Todos deben rugir su desafío. ¡Levántate! ¡Levántate! ¡Levántate! Millones de corazones y una sola mente desafíen el fuego enemigo. ¡Marchen al frente!”
A falta de himnos nacionales, o como substitutivo, determinadas canciones populares pueden convertirse en himnos generacionales, o de determinados sectores de la población (por ejemplo, “Anarchy in the U.K”, de Sex Pistols, “Smells Like Teen Spirit”, de Nirvana o “My Generation”, de The Who, han sido considerados himnos generacionales en diferentes décadas del siglo XX puesto que han contribuido a señalar rasgos, conductas, y formas de pensar -y de sonar!!!- diferenciadoras respecto a los grupos sociales de referencia ya “establecidos”).
La música es una actividad social y en muchas culturas actúa como regulador de diferentes tipos de interacciones: laborales, funerarias, de iniciación, de emparejamiento… En la cultura occidental dichas funciones están un tanto enmascaradas y difuminadas, pero en cualquier caso, existen efectos mesurables sobre las actitudes y comportamientos mostrados por oyentes de diferentes tipos de música a medida que dichos oyentes asumen su pertenencia o simpatía por determinados estilos o artistas. Dos parejas de psicólogos sociales, Goslin y Rentfrow por un lado, y North y Hargreaves, por otro, han publicado varios estudios masivos en los que, por ejemplo, se constata el uso de la música como una especie de “tarjeta de visita personal”. Especialmente en la adolescencia, la música es el principal elemento utilizado para comunicar a otras personas rasgos de personalidad (por encima de preferencias literarias, deportivas o cinematográficas). La apercepción y afirmación de una preferencia por determinados estilos o artistas lleva asociada la aceptación de determinadas poses, actitudes y conducta (por ejemplo beber cerveza o whisky, consumir hachís, éxtasis o leche, vestir pantalones tejanos, de cuero o de pata de elefante, etc.). La identificación con un grupo de referencia al que se presumen dichas preferencias origina, sin duda, una modificación de las preferencias propias en el sentido de hacerlas compatibles y conformes a las del grupo. En este sentido, la música actúa, una vez más, como elemento de persuasión.
Conclusiones
A lo largo de este artículo hemos discutido la relación entre música y persuasión, entendida ésta última como intento de modificar nuestras actitudes, valores o conducta. Hemos visto que existen fundamentos fisiológicos que explican el poder de la música para inducir emociones y para evocar situaciones en las que dichas músicas se perciben cargadas de valores extra-musicales. Es la manipulación de tales potencialidades la que permite considerar a la música como un elemento importante en muchos procesos persuasivos. No obstante, la idea de que la simple escucha de una música o de un mensaje asociado, escondido o activado por la música, nos pueda llevar directamente a realizar conductas alejadas de nuestras pautas habituales es únicamente materia literaria. Persuadir es una tarea muy difícil. La música, a pesar de todo, puede facilitar el proceso gracias a su capacidad de activar emociones y recuerdos, y a la aplicación de algunos principios básicos sobre nuestros procesos perceptivos y cognitivos. En este sentido, la explotación de la música con fines persuasivos podemos entenderla como un ejemplo de ingeniería emocional.
Bibliografía recomendada
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